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Cada año esperaba los últimos domingos de marzo y de octubre porque podía hacer avanzar o retroceder el tiempo. Hubo épocas, o tiempos (y es que todo es cuestión de tiempo) en que ese momento le cogía en la calle. Y esas noches (porque ese fenómeno, el de hacer avanzar o retroceder el tiempo adelantando o retrasando la hora siempre coincidía con la noche) se preguntaba, a veces, si mientras movía la manecilla del reloj, presenciaría, allí donde estaba, algo semejante a lo que sucede con las películas: que puedes llevar las imágenes adelante y atrás. Si, por ejemplo, estaba apoyado en la barra de un bar, y en ese momento estaba el camarero llenándole el vaso, se preguntaba si al atrasar la hora, el líquido saldría del vaso y volvería a la botella. Y si, de lo que se trataba era de adelantarla, le preguntaba que si en ese momento estaba saliendo del local, ya habría llegado a su casa cuando a las dos dieran las tres. A veces imaginaba que si la atrasaba, vería a la gente que entraba en esos momentos caminar de espaldas hasta la puerta de entrada, que se convertiría, así, en puerta de salida. Alguna vez hubo que se lio con el cambio horario sin tener claro hacia dónde llevar la manecilla y se preguntó si podía tener graves consecuencias. Un año lo pasó mal. El cambio le pilló sin reloj y sin saber si había pasado ya el momento de alterar el tiempo. Por suerte todo eso pasó. Hubo un año, parece que 2020, aquel de la pandemia, en que tanto daba el paso del horario de invierno al de verano. No había nadie en la calle, vivíamos algo llamado confinamiento y no importaba mucho qué cosas hicieras en casa como para que eso fuera relevante. No sé cómo me ha dado por acordarme de la historia del señor (o señora, lo tengo confuso) de las horas. Igual éste es uno de los dos artículos anuales sobre el cambio horario, el que recuerda que a las dos del domingo darán las tres.