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Para hacerse cargo del tono que se emplea en algunos debates parlamentarios, ya sea en sesiones del Congreso, del Senado o de las Cámaras autonómicas -y que acto seguido continúan a mayor ebullición y fuego máximo en redes como X y en mensajes privados que luego se difunden por éstas- basta imaginar que ese tono, que hay quien califica de tóxico, farfullero o tabernario, fuera el habitual de nuestro día a día social, familiar o laboral. Un par (mallorquín, que siempre son más de dos) de ejemplos. Vas paseando por la calle, te cruzas con alguien, le das los buenos días y la respuesta que recibes es algo así: «¿Buenos días?, ¿me acabas de decir buenos días?, ¿pero has mirado a los ojos de la gente? No está el día para ir dando los buenos días». O que alguien te cuente que ha sido un día de mucho curro y con muchos problemas. Y que a ti a no se te ocurra nada más que responder con un reproche. Tal que: «Yo, yo, siempre el centro del mundo, como si sólo tú hubieras tenido mucho curro». Quizás te has pasado por la frutería y has cogido unas naranjas. Y has aprovechado para comentar que a las que te llevaste el otro día les faltaba un puntito. Y la respuesta que te dan desde el otro lado del mostrador es: «Ja, ¿que no estaban en su punto?, las veces que me he callado yo que el café que me ponen en tu bar es una mierda, y eso sin entrar en cómo tratas al personal». En una conversación con el nivel de algunos debates políticos, estaríamos pensando siempre ya en qué responder antes de que quien nos interpela hubiera terminado de preguntar. Si viviésemos en un mundo como ese que se traslada a las redes sociales, estaríamos pendientes del móvil para responder a la mínima. Si conocemos o hemos presenciado ejemplos así, igual es que lo que alarma del grosero festival político y de su hiperbólico viaje por las redes es que refleja el día a día.