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En mi barrio había una pastelería de toda la vida donde compramos todas las tartas infantiles, hasta que el propietario se jubiló. Se acababan así cincuenta años de un negocio familiar. El local permanece vacío, al igual que las viviendas superiores, hibernando a la espera de ¿tal vez un cambio de normativa que permita abrir nuevos hoteles? También se despidió la carnicería de dos calles más allá. Ha cerrado Can Canet en el Olivar, otra panadería donde a los niños les regalaban un croissant si se portaban bien.

Cambia el panorama del barrio, con los vecinos embriagados de una nostalgia atroz. Muchos comerciantes lamentan que no hay recambio generacional: sus hijos no siguen el negocio ni el oficio, tienen otros trabajos con horarios más razonables, más rentables, más estudios para huir del pequeño local que dio de comer a varias generaciones.

Al otro lado del charco, hay otro tema candente estos días. Donald Trump, que no quiere jubilarse pese a sus 77 años, advierte que si no gana las elecciones de noviembre contra Joe Biden, «habrá un baño de sangre». Algo que hay que tomarse muy en serio cuando cualquiera puede comprar una escopeta en un súper. El padre de Donald era Fred Trump, un empresario inmobiliario y filántropo estadounidense, hijo a su vez de Friedich Trump, un barbero de Baviera (Alemania) que llegó con solo 16 años a EEUU, un menor no acompañado, en busca de un futuro más halagüeño. Como los inmigrantes que tanto rechaza su nieto. ¿Qué sería de EEUU si los Trump siguieran en el noble oficio de la barbería en lugar de pasarse a la política? Muchos dormiríamos mejor.