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Durante mi primera misión diplomática como embajador, en los Países Bajos, pregunté una vez al jefe de administración de la embajada (canciller, en la denominación oficial) si se podía asignar un pago a una determinada partida presupuestaria. La respuesta fue «si el embajador quiere, es posible». Insistí, «puedo o no puedo» y la respuesta fue la misma. Para ese funcionario, la voluntad del jefe se anteponía a la ley.

Años después, al llegar a un nuevo destino me encontré con una justificación muy defectuosa de los gastos de representación de mi predecesor. Le pregunté al canciller y la respuesta fue más o menos la misma: «Yo no podía oponerme al embajador».

Los escándalos de corrupción que involucran a las administraciones públicas requieren la complicidad de jefes (políticos) y de funcionarios de cierto rango. Bien sea con los jefes como inductores, bien como autorizantes pasivos por no poner la debida diligencia en controlar al funcionario.

Lo verdaderamente indignante es que cuando aparece la Justicia investigando, los jefes responsables tienden a borrarse y a dejar tirados a sus subordinados para que estos apechuguen con una responsabilidad que no les corresponde. «No hay pruebas» suelen decir, mientras mienten como bellacos haciendo giras por las televisiones, dejando que ese subdirector general o ese director cargue con el muerto.

Otras veces es posible que el fraude lo monten unos funcionarios o asesores contratados, pero por mucho que pueda negarlo el interesado, en el despacho de un ministro no entra cualquiera y no se tienen reuniones en ese espacio sin conocimiento expreso del ministro.

Un subdirector general, un jefe de servicios no tiene autonomía para tomar decisiones fraudulentas, necesita el consentimiento tácito o expreso de la autoridad política, salvo que él mismo esté involucrado en una trama delictiva. En el famoso ‘caso Mapau’ de estas islas cargaron con el mochuelo los funcionarios que hicieron las ilegalidades que les pidieron que hicieran, pero el que dio la orden se libró.

La Administración tiene que ser independiente de cualquier gobierno y no puede plegarse ante exigencias de cometer ilegalidades. Las administraciones autonómicas tienden a ser muy clientelares con grandes cambios de personal cuando cambia el partido político que gobierna.

Un funcionario puede que se meta en el fango cuando se lo exijan los de ‘arriba’. Si todo sale bien, el de ‘arriba’ sacará pecho por lo bien que se hizo. Si sale mal, dirá que era una decisión técnica en la que no intervino o de la que no tenía conocimiento.

Siendo embajador le dije un día al conductor que me llevaba al aeropuerto «mire aquel, no puede hacer eso» y el conductor me contestó «ya lo creo que puede, pero no debe». Pues eso.