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Lo que tiene esto de internet es que a veces entras para consultar cualquier cosa y, sin saber cómo, acabas leyendo información sobre algo que no tiene nada que ver. Hace unos días entré para consultar la receta de las tortitas -ya me dirán qué tontería- y, como por arte de magia, luego me vi navegando por una página de plantas de exterior. Internet te permite consultar algo en un periquete, y la consecuencia fue que aquella tarde me puse a hacer tortitas -menuda chorrada- y, acto seguido, salí a la terraza para podar la maltrecha begonia blanca. En fin. A veces esta correlación aún se puede sofisticar más. Me pasó ayer cuando, después de jugar al Paraulògic, acabé revisando la biografía de Edgar Lee Masters. Entonces fue cuando descubrí, por pura casualidad, que este autor americano murió hace hoy setenta y cuatro años. Ya ven. Conocí a Masters hace cuarenta años, y en bastantes ocasiones he vuelto a su Antología de Spoon River, uno de mis libros de poemas favoritos. No sé cuantas veces lo he leído. Bastantes. Se trata de una obra que narra las vidas de los habitantes de un pueblo imaginario del oeste medio americano, a través de los epitafios que coronan sus tumbas. Son poemas que se caracterizan por un tono realista, algunas veces, y cruel y sarcástico muchas otras. No son en absoluto vidas felices y sencillas. Tal vez lo fueran en apariencia, pero desde luego no resultan nada apacibles al ser evocadas desde el más allá. Traiciones, asesinatos, adulterios, amores secretos y situaciones de lo más patéticas se van sucediendo a lo largo de estos más de cien poemas en los que Masters fue entretejiendo las relaciones entre sus protagonistas. Hay quien piensa que el autor entró en trance para lograrlo: nunca más escribió nada digno de mención. Siempre quise haber sido capaz de escribir un libro así. Difícil tarea. En cambio, hacer tortitas está chupado.