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No me refiero a pasadizos, que suelen ser secretos, sino a los pasillos normales y corrientes, esos que llevan de un lado a otro de la casa, y de la sensatez a la locura a poco que te descuides. Además de embaldosado de buenas intenciones, el infierno también está lleno de pasillos interminables, con puertas numeradas a ambos lados (sí, como un hotel), la mayoría muy estrechos y poco iluminados, aunque los más espaciosos son peores, porque tienen bancos con gente de aspecto alelado esperando delante de alguna puerta (como en las clínicas), y no hay peor tormento que el de la espera. Quizá de ahí viene la expresión «hacer pasillo», sinónimo de deambular sin rumbo y largas demoras. Ah, la maldad intrínseca de los pasillos.

Suele ser aterradora. Y no se entiende la afición de los arquitectos por este espacio largo y angosto (he conocido alguno donde los emparedados apenas podían levantar una mano para rascarse el cogote), con bombillas pálidas cada tantos metros, como única solución técnica para desplazarse en el interior de una construcción. ¡Hasta los aviones, los barcos y las naves espaciales tienen pasillos! ¡Hasta los cementerios! Y no digamos los edificios oficiales, hospitales, cárceles, residencias, monasterios, cuarteles, universidades… Yo en el colegio me pasé años sin salir de los pasillos, con el consiguiente retraso de mi educación. Desde entonces tengo la convicción de que el pasillo no es un espacio físico tridimensional, sino un ámbito psicológico, como si la mente humana sólo pudiera pensar mediante pasillos interconectados, paralelos o cruzados, con ángulos rectos, y fuera imposible ir de una idea a otra sin ese requisito. Normal que a veces, en un recodo, aparezca recostado un esqueleto que pasó desapercibido a los servicios de limpieza. Un capullo que cascó en un pasillo cansado de esperar. Difícil calcular el tiempo que pasamos en la vida haciendo pasillos, incluso en nuestras propias casas. He pensado bastante en la obsesión arquitectónica por los pasillos, pero lo cierto es que ni yo logro imaginar cómo podrían erradicarse. No me lo permiten los pasillos de mi cerebro. No puedo pensar sin ellos. Y eso que no hemos hablado de pasadizos.