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Hubo un tiempo en el que el único alivio de la vejez era una mecedora, de madera de teca y con respaldo y asiento de rejilla o de mimbre. Han desaparecido todas, menuda mierda de ancianidad nos espera. Antes había al menos una en cada casa, generalmente con una abuela de aspecto severo, que a veces se mecía y otras no. A su gusto. O con un anciano que nadie sabía quién era, fumando con el cigarrillo encendido en la comisura y la mirada perdida. Meciéndose, es decir, moviéndose sin ir a ningún sitio. Un día aparece la mecedora vacía, moviéndose sola, y hasta los niños saben que ahí ha sucedido algo.

En Centauros del desierto (The Searchers), de John Ford, sale un indio viejo y medio loco llamado Mose, que se pasa la película pidiendo por favor que le dejen una mecedora en el porche. Que ya está bien de aventuras, y con un ligero balanceo vamos servidos. Por supuesto, en las mecedoras también puede haber algo inquietante, y hasta maligno, sobre todo cuando escuchas su crujido rítmico en la noche como una amenaza invisible, y recuerdas a la madre de Norman Bates en Psicosis. Que el símbolo por excelencia de la placidez lo sea también de un oscuro peligro no es tan raro; ya sabemos que los símbolos hacen esas cosas, y que simbolizar bien exige simbolizar a la vez lo uno y lo contrario. La placidez y la alarma, la alegría y la tragedia, la bondad y el crimen.

Por algo el símbolo de la paz es una paloma, esa sucia rata con alas, y los corazoncitos del amor parecen culos. La mecedora, una cuna para viejos que todo lo fía al movimiento oscilatorio (inmóvil), evoca a la vez serenidad y decrepitud, el bien y el mal, y su imagen lo mismo tranquiliza que aterra. Sobre todo si se mecen a impulsos del viento, sin nadie sentado en ellas. Todo lo cual no tiene importancia a estas alturas, pues ya apenas quedan mecedoras. Peor aún. Las hay, pero no son auténticas, son silloncitos modernos, de metal, con plásticos o tapizados, con las patas pegadas a un torpe balancín. Nada que ver con la mítica mecedora clásica. Y ahora que caigo, tampoco sé por qué estoy hablando hoy de mecedoras, si total no existen. Será la edad. Será que he cogido el síndrome senil de Mose. Yo qué sé.