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Hace unos días tuve ocasión de participar en unas jornadas organizadas por Ultima Hora y la UIB sobre cómo internet cambia al ser humano. Huelga decir cuán importante es el tema. Hoy quiero añadir una comparación que no cupo en ese encuentro y que me parece ilustrativa.
Mi reflexión central sobre internet, las redes sociales, el teléfono móvil y todo lo que conlleva esta nueva tecnología es que no tenemos ni idea de cuánto nos están cambiando. Ni podemos tenerla. Nos falta perspectiva, la cual llegará con el tiempo. Hay muchos indicios que apuntan al gran poder que tienen las pantallas, a la atracción del multitask, a la fuerza de la inmediatez, a la transformación que supone el fin de la ausencia del otro, pero aún es muy pronto para adivinar la dimensión completa de lo que supone.
Lo digo por analogía con lo ocurrido con anteriores tecnologías. El libro, por ejemplo, causó cien años de guerras en Europa, a la radio se le atribuye parte del auge del nazismo y la televisión llegó a cambiar la arquitectura de nuestras casas. Pero yo me quería hoy limitar a hablar del humilde telégrafo, que todos admitiremos que fue mucho menos disruptivo que lo que pueda suponer el mundo digital.
Pues bien, el telégrafo apareció y causó la caída del Gobierno británico del Conde de Aberdeen, en 1855, porque el periodista William Howard Russell, del Times, estrenó el telégrafo informando al día siguiente de la falta de atención a los soldados heridos en la guerra de Crimea, lo que ocasionó un revuelo sin precedentes (y el nacimiento de la Cruz Roja). Igualmente, el telégrafo permitió que las metrópolis pudieran controlar sus colonias en tiempo real, cosa que antes se tenía que delegar. Consolidaba los imperios, o al menos centralizaba su mando.
Sin embargo, quería centrarme en tres efectos mucho menos evidentes que se han constatado con el paso de los años.
Primero, el telégrafo provoca la aparición de un tipo de escritura escueta, sin calificativos, centrada en datos, en la que se ha basado el periodismo y también, a partir de ahí, toda una escuela de escritores. El telégrafo, pues, propició nada menos que un género literario debido a que su uso se cobraba por palabras, de manera que promovía el ahorro en la expresividad.
En segundo lugar, el telégrafo termina por obligar a los gobiernos a pactar un orden horario. Antes del telégrafo, cada villa, cada pueblo, cada ciudad, tenía su hora, debidamente reflejada en su casa consistorial. Pero esa hora podía diferir de la hora de otro lugar, incluso cercano. Las comunicaciones telegráficas se tornaban prácticamente imposibles si no se ordenaba esto, lo cual ahora era posible. Eso, a escala global, derivó en el problema de los husos horarios, que se resolvió con el acuerdo que fija en Greenwich el meridiano cero. Así, pues, debemos al telégrafo el encorsetamiento del mundo en horarios estrictos, rígidos.
La tercera consecuencia del telégrafo es aún más potente y menos evidente. Tiene que ver con el mundo comercial. En cada región del mundo existían mercados a los que acudían los productores y los consumidores para intercambiar sus cosechas. Hasta el telégrafo, era perfectamente posible que en un lugar el precio de un cereal fuera uno y a unos pocos kilómetros fuera muy diferente, dependiendo de cómo había ido la cosecha en cada sitio. No hablemos de productos aún más globales como el azúcar o el café. El telégrafo, sin embargo, permite saber el precio de las cosechas en tiempo real. No es necesario que el comprador vaya a otro lugar más barato a por sus cereales, basta con decirle al vendedor que si no adapta el precio se irá; eso es una solución mágica. En sentido contrario, el vendedor también sabe si sus precios se han quedado por debajo de los de otros mercados cercanos, para subirlos y ponerse al nivel. En otras palabras, el telégrafo crea los mercados nacionales y mundiales. No es necesario el trasiego de la mercancía, basta con conocer los precios para que vendedor y comprador se adapten.
Hoy sabemos que el telégrafo, más allá de las innovaciones obvias que se vieron desde el primer día, creó un estilo literario, nos sometió a la dictadura de los horarios y creó los mercados mundiales. Parecía una simple mejora en las comunicaciones, pero al final fue una revolución. ¡Qué no supondrá internet, que nos permite ver todo el mundo en directo, que tengamos una red omnipresente, que todo sea con imágenes, instantáneo, que dispongamos de toda la información, que desaparezca la jerarquía, que sea una comunicación participativa, sin privacidad, dominada por la mentalidad de los ‘hippies’ de California!