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Tenemos costumbres extrañas. A mí, por ejemplo, me da por echar una mirada a las librerías de las casas que hace tiempo que no visito. Ver si siguen como la última vez, fijarme en si los libros están alineados igual, si quedan rastros de que los hayan movido, si han cambiado de orden, si queda abierto algún hueco (lo que podría ser una señal de que alguien ha cogido uno para leerlo, o más bien releerlo) o si un lomo presenta algún rasguño en la parte alta; señal de que se ha roto al intentar sacarlo del estante, quizá por la presión de los volúmenes a su derecha o izquierda. En general, siempre hay en las casas que todavía las conservan, enciclopedias de muchos tomos que se diría que se han quedado ahí como suspendidas y que nadie ha tocado hace siglos. Seguramente fueron, las enciclopedias, las primeras víctimas de internet y las pantallas. Si ya costaba consultar una enciclopedia ante cualquier duda cuando eran éstas una de las piezas más preciadas de las bibliotecas caseras, con el paso del tiempo todo fue a peor. Primero, porque era como si las letras fueran haciéndose más pequeñas con el transcurrir de los años (y la llegada de las primeras gafas para la presbicia) y, segundo, porque quedaban superadas por los acontecimientos, sobre todo si se referían a hechos históricos. Seguramente (para una generación) las enciclopedias empezaron a caer con el muro de Berlín. Se puede entender la quietud de las enciclopedias en las casas que las conservan. Pero busco en las que visito si queda en sus estanterías algo parecido a una enciclopedia y si, en general, los libros presentan signos de movimiento desde la última vez que estuve allí. Y eso que, a veces, me cuesta mover los míos. Pero el otro día no pude más, y me recorrí Los tres mosqueteros hasta que pude recordar qué contraseña le dio Constance Bonacieux a D’Artagnan para entrar en el Louvre.