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Hace más de cincuenta años que se publicó el famoso informe del Club de Roma Los límites del crecimiento, que alertaba de la imposibilidad de crecer hasta el infinito en un planeta finito. A su coautor, Dennis Meadows, le coronan en las redes sociales con toda clase de insultos porque defiende que la población mundial no solo debe dejar de crecer, sino que tendría que reducirse hasta mil o dos mil millones si queremos evitar el colapso total. Las teorías maltusianas siempre han tenido un fuerte rechazo por parte de algunos, quizá furibundos cristianos que creen a pies juntillas en el mandato divino de «creced y multiplicaos». El caso es que la mayoría de las personas de nuestro entorno no tienen más de dos hijos y, sin embargo, muchos se toman como una afrenta la idea de controlar la natalidad. Siempre he pensado que es bien fácil, basta con instaurar un sistema capitalista como el que vivimos en Europa y por arte de birlibirloque cualquier mujer decidirá tener pocos hijos. Por la sencilla razón de que no podrá mantener más y si se empeña en crear una familia numerosa estará condenada -a menos que sea millonaria- a la pobreza. Pero el mundo es muy grande y en las sociedades agrarias tradicionales -como era la nuestra hace doscientos años- los hijos suponen una valiosa fuente de riqueza, brazos y fuerza de trabajo gratuita para la explotación familiar. No podemos pedirles que dejen de parir porque, en su caso, esto les condenaría a la pobreza. Así que la situación es enrevesada y de ahí las disquisiciones científicas. ¿Qué hacer? Quizá dejando de lado el dato poblacional, la solución en nuestras manos es abandonar el consumismo feroz. Pero, ay, eso también provocaría desempleo y de nuevo pobreza.