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Puigdemont tiene pinta de haber escapado de un circo y haberse quitado su nariz roja, pero olvidándose de destocarse la peluca de cabello apelmazado. Con luces suficientes para gestionar una panadería en su pueblo de Amer, muestra firmeza en sus ideas decimonónicas de fueros, prerrogativas y dispensas, o sea, de la ultraderecha más rancia de hoy; y queda preso de la xenofobia al mejor estilo Torra. Acomplejado y poca cosa, se vino arriba en el 17, desde entonces va de héroe delirante, se sueña gran señor feudal con castillo rumboso. A su pesar, es como un toro espantadizo que acude a las suertes de modo receloso y cobarde, cuya característica en la plaza es salirse de las suertes, rehuyendo rematarlas. Al pisar el albero de la política pareció ser algo abanto y se transformó luego, por unos minutos, en bravo. Embistió al Estado y se fue de cabeza al callejón, en forma de maletero de automóvil, sin que ningún maestro del cartel tuviera tiempo de intentar un quite.

Para rematar el personaje hay que añadir su condición de forajido, reclamado por la Justicia española por graves delitos -la mayor humillación sufrida por una democracia actual a manos de una banda de golpistas-, arrinconado hace tiempo por la política y despreciado por la mayoría de españoles, incluida ERC, la aristocracia del soberanismo catalán.

Pues bien, la anomalía democrática es que un tipo de esta catadura imponga su ley, pueda poner el Estado de rodillas exigiendo la amnistía, obligar a pedirle perdón por haberle penado, exigir la depuración de los jueces que según él prevaricaron condenándolo, chantajear hasta la ignominia. Y todo eso representando solo el 2 % de los 350 diputados del Congreso, a unos 300.000 votantes o sea, un 0,6 % de los 48 millones de españoles.

Se sacrifica la dignidad de toda una nación para satisfacer el interés personal del presidente, que no ha tenido el menor reparo en rendir vasallaje a un fugitivo, violando toda frontera moral, quebrando los principios democráticos y con la desvergüenza de anunciar su propósito de seguir rendido. Lo más irritante fue ver a Sánchez entregar trozos de la soberanía nacional a quienes se quieren ir de España y, encima, ufanarse de haber cedido al chantaje.