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Llevamos muchos años escuchando un cansino discurso oficial que dice que todo el que llega a nuestro país, cuya piel no es blanca, su religión no es cristiana y procede de cualquier continente que no sea Europa es un ser celestial de intenciones puras y trae una cultura elevada que debemos abrazar porque enriquecerá de mil maneras la nuestra, decrépita, inservible casi. ¿Por qué será que arriesgan la vida para alcanzar nuestras fronteras si lo europeo da tanto asco? La canción se entona en todas partes y cualquiera que intente discrepar en un solo milímetro es automáticamente tachado de racista y condenado al ostracismo. Antaño cuando ocurría algo así el apelativo era dictadura, fascismo, totalitarismo. Ahora es buenismo, libertades y democracia. Cuando una sociedad se asienta sobre bases tan ridículas tendrá el destino que se merece.

Ahora resulta que, con tal de sacar adelante los proyectos que el Gobierno se ha fijado para esta legislatura, el PSOE y Sumar han tragado un sapo de dimensiones cósmicas: traspasar a la Generalitat catalana el control de la inmigración, lo que incluiría la concesión de permisos de residencia y la potestad de expulsar a quienes consideren peligrosos para la convivencia. Catalunya, no lo olvidemos, todavía tremola por el recuerdo del 17 de agosto de 2017, cuando dieciséis personas murieron y 130 resultaron heridas por los atentados yihadistas. Desde ese día son muchos los municipios que han dado la voz de alerta por el incremento de la delincuencia –Barcelona a la cabeza estatal–: robos, violaciones, agresiones. La mitad de la población reclusa está formada por extranjeros, pero se impone la ley del silencio y quienes hablen de expulsión serán acusados de impulsar la limpieza étnica.