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Existe algo llamado conciencia de clase que, por lo visto, en estos tiempos de apariencia y ridiculez extrema, se está perdiendo. Casi nadie quiere saber de dónde viene, en gran parte porque a muchos les abochornan sus raíces. Y sí, la mayoría inmensa de nosotros venimos de obreros del campo, de la mina o del mar, porque apenas había otra cosa si nos retrotraemos unas cuantas décadas en la historia. Los imbéciles que hoy hacen gala de eso que venden como «lujo silencioso» o, peor todavía, los que lucen con ostentación marcas cutres con dorados XXL –fabricadas precisamente para los catetos–, creen que así nos parecerá que proceden de alguna larga rama genealógica de la aristocracia. Y, aunque así fuera, basta ahondar en la historia para descubrir, al cien por cien, que toda la nobleza obtuvo su título en el pasado gracias a las masacres, rapiñas y barbaridades cometidas. Eso era un mérito entonces. Lo digo porque algún gilipollas ha lanzado la lindeza de «¡a recoger algodón!» a las niñas de San Ildefonso de piel más oscura, seguramente de origen africano. Los analfabetos de hoy quizá crean que todos los negros descienden de esclavos y, obviamente, no es así. Y aunque lo fueran, podrían recordar que seguramente sus propios antepasados no recogían algodón en régimen de esclavitud –o sí, quién sabe–, pero recogían olivas, algarrobas o nabos siendo siervos –¿en qué se diferencia de un esclavo?– de un señor feudal o de un explotador, que de eso siempre ha abundado. Creerse mejor que otros por procedencia, color de piel o historia familiar es de idiotas. Y mostrar al mundo lo infame que eres lanzando estupideces de ese tipo contra unas niñas merece que todo el peso de la ley te explote en la cara.