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Hace tiempo que los valores propios y específicos de la sociedad mallorquina fueron secuestrados por grupos minoritarios que, como tales, no son representativos de la generalidad de la misma. Conceptos como el amor a la tierra propia, a nuestra lengua, a las tradiciones y costumbres que los mallorquines de mi generación llevamos marcados en nuestro ADN, han sido confinados a guetos políticos y asociativos que se los arrogan en exclusiva. El secuestro se perpetró a través de un proceso gradual en el tiempo ante la pasividad del cuerpo social. Y ahora los secuestradores tienen a sus secuestrados como rehenes de sus políticas de dominación. Están, los valores mallorquines, confinados en oscuros habitáculos ideológicos y de ahí no los van a sacar a menos que los ‘otros’ –que antes éramos mayoría pero que ya no lo somos debido al proceso globalizador– acudamos a liberarlos.

La banda de secuestradores han hecho de sus ideales un modus viviendi y ni siquiera los cambios de signo político en las instituciones consiguen despegarlos de sus chiringuitos. Patrimonializando a sus víctimas, los secuestradores han conseguido que muchos ciudadanos –entre los que no me cuento– acepten esta situación como irreversible, incluso como normal. Tal retraimiento no hace sino reforzar los guetos que han construido quienes van de defensores exclusivos de los valores que antes nos pertenecían a todos.

Esta situación se ha hecho particularmente insoportable desde que la banda de secuestradores asumió ideologías que antes nos eran del todo ajenas y las fusionaron con las ‘suyas’. Y aquí entramos en un fenómeno que ya no es específicamente nuestro, sino de Occidente en su conjunto: la perversión y devaluación que el pensamiento global dominante –y sus acólitos– hacen de los Derechos Universales estableciendo la jerarquización de las víctimas. Un despropósito que nos está retrotrayendo a la Alta Edad Media y del que el conjunto de nuestra sociedad –preocupada por la cesta de la compra o entretenida en la estupidez de las redes sociales– ni siquiera se ha apercibido. Ello hace que asistamos a espectáculos tan peregrinos como el de las manifestaciones en favor de los palestinos de quienes antes solo se echaban a la calle para defender la preservación de nuestro pueblo, lengua o patrimonio. ¿Podremos detener esta locura?