TW
1

Cuando visitas cualquier cementerio antiguo se te encoge el corazón al comprobar que buena parte de las tumbas albergan niños, desde bebés de días a chavalillos de tres o cuatro años. Hace apenas un siglo lo normal era irse antes de tiempo. La primera infancia era un período crítico del que salían adelante solo algunos, los más fuertes. Eso ha quedado atrás y hoy es raro que un niño se quede por el camino. Por eso muchos dan por sentado que todos vamos a vivir ochenta, noventa e incluso más años. Hay quien sueña con alcanzar los 120. Bruce Willis arrastra una enfermedad degenerativa desde hace tiempo. Por lo que publican sus familiares, ha empeorado de forma drástica y comentan «nadie sabe cuánto le queda».

El actor tiene 68 años, por lo que un siglo atrás sería considerado un anciano. Lo trágico de esta situación es que la frase es aplicable a todos nosotros. ¿Quién conoce la fecha de su muerte? ¿Por qué damos por sentado que nos queda mucho tiempo? Todos los días comprobamos que esto no funciona así, que la vida es cualquier cosa menos predecible. Que nuestros padres o abuelos hayan llegado a la vejez con buena salud no garantiza que a ti vaya a pasarte lo mismo. ¿No has visto caer a tu lado a un familiar, compañero de trabajo o amigo en la treintena, a los cincuenta, antes de cumplir los sesenta? Parece que queremos vivir en un anuncio publicitario, de esos que nos venden siempre cuerpos perfectos, dentaduras blanquísimas, sonrisas de infarto, niños rubios y cochazos de lujo. Todo falso, en realidad nunca hemos conocido a alguien así. La vida real es –incluso ahora que se acerca la edulcorada Navidad– dramática la mayor parte del tiempo. La felicidad se mide en días, el duelo en años.