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O quizás no tan pequeño, porque Napoleón Bonaparte -resucitado ahora en el celuloide por la película de Ridley Scott- medía 1,68 centímetros, con los que hoy en día no sería tampoco un jugador de baloncesto pero que para la época no estaba nada mal. Sea como fuere, ‘el pequeño corso’ era, además del mejor estratega de todos los tiempos -incluso por encima de Julio César o Alejandro Magno- un tipo curioso. Padecía una rara enfermedad llamada ailurofobia, que consiste en un miedo insuperable a los gatos y tenía una manía que le martirizaba: todas las puertas de casas y castillos debían estar cerradas. A cal y canto. Si alguna quedaba abierta o entornada, entonces él enloquecía. Como Hitler cuando sus generales le comunicaban el estado de sus maltrechas tropas. Su otra pasión, además de invadir países vecinos, era el ajedrez. Firmó bellas partidas, pero fue derrotado por ‘El Turco’, una supuesta máquina del siglo XIX que, en realidad, escondía a un potente jugador oculto bajo la mesa. El emperador siempre llevaba encima un frasco con veneno, por si lo apresaban, dormía solo cuatro horas al día y las mujeres le gustaban casi tanto como las guerras. Cuentan que cuando falleció en la isla de Santa Elena, el médico le extirpó su regio miembro viril a modo de venganza póstuma, porque el dictador lo maltrataba. Desde 1821, el pene fue exhibido en museos y pasó de coleccionista a coleccionista. Hasta que lo compró un anticuario y urólogo de Nueva York, que desveló un dato inédito: el aparato en cuestión, enhiesto, medía 6,6 centímetros. Ahora entendemos, pues, lo de ‘pequeño corso’.