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En 2019, Cell Metabolism, una revista científica ampliamente reconocida, publicó un trabajo de investigación liderado por el doctor Kevin Hall, un nutricionista del Instituto Americano de la Salud, llamado a cambiar completamente la visión que tenemos de la alimentación contemporánea. Hall hizo algo aparentemente absurdo: sometió a veinte personas durante dos semanas a dos dietas diferentes: una compuesta por alimentos naturales y otra por procesados industriales. Absurdo, digo, porque las dos dietas tenían la misma cantidad de calorías, de azúcar, de grasas, de sal, de fibra y de macronutrientes. Hasta entonces se pensaba que si se ingiere lo mismo, el resultado ha de ser necesariamente el mismo.

Hall y su equipo intentaban desmentir o confirmar otro trabajo previo, que había publicado en 2018 el brasileño Carlos Monteiro. Monteiro, sin aportar evidencias como las que obtendría Hall, decía que los alimentos procesados industrialmente son malos incluso aunque contengan los mismos ingredientes que la comida natural y que sus conclusiones las había extraído de ver a miles de pacientes en la periferia de Sao Paulo, Brasil, donde trabajaba como médico.

El hallazgo de Hall será trascendental porque las autoridades sanitarias en el mundo todavía hoy siguen exigiendo que los envases declaren los ingredientes, de manera que muchos de nosotros evitamos tales o cuales productos, creyendo que así evitamos la mala alimentación.

Para sorpresa de todos, la conclusión del estudio de Hall es que no son los ingredientes sino el propio proceso industrial el que convierte la comida contemporánea, la ultraprocesada, en muy peligrosa para la salud. Los veinte individuos estudiados aumentaron peso con la comida ultraprocesada mientras que adelgazaron con la natural, además de que varios indicadores de riesgo en la salud empeoraron notablemente.

La interpretación de estos descubrimientos es inquietante: el cuerpo humano, durante su larguísima evolución, se ha ido adaptando a los alimentos naturales disponibles en el entorno, para encontrarse ahora, inesperadamente, con que le damos una variante artificial que, aparentemente, no reconoce.
¿Qué son esos alimentos? Todos los producidos industrialmente, con contenidos químicos que alteran sus características naturales, destinados a que duren más, cuesten menos o, incluso en algunos casos, que sean adictivos. No sirve de nada ni ver la composición ni las alertas en semáforos sino que hay que buscar los emulsionantes, los aceites de palma procesados, las gomas de garrofín o similares. Los helados, las pizzas y la panificación industrial, casi todas las comidas preparadas congeladas y, por supuesto, casi toda la comida rápida, incorporan estos componentes.

Sin embargo, ninguna autoridad sanitaria se ha decidido todavía a abordar este asunto: estamos envenenándonos con la comida y no se hace nada. Es verdad que estos datos son muy recientes, pero también es verdad que aquí topamos con grandes conglomerados industriales, muy influyentes en todos los sentidos.

Hace unos meses, el programa Panorama, de la BBC, encargó otro experimento a una universidad inglesa: Aimee, una chica de 24 años sería alimentada dos semanas con productos industriales mientras que Nancy, su hermana gemela, con productos naturales. Iguales calorías, nutrientes, grasas, azúcares, pero Aimee engordó un kilo y Nancy adelgazó. Tim Spector, el académico que supervisó el experimento, reconoce que hay evidencias de que la comida industrial es perniciosa. «Hablamos de cánceres, enfermedades cardíacas, demencia». Nada tranquilizador que podríamos estar consumiendo de forma masiva, sin ninguna clase de advertencia.

En algunos países desarrollados (?), el consumo de comida industrial es abrumador, con efectos brutales en la salud. No son necesario los estudios para ver cómo está Estados Unidos, donde el peso medio de un adulto ha aumentado en cinco kilos en los últimos veinte años. En Europa las cosas evolucionan igual de mal, aunque vamos por detrás. Mientras tanto, un puñado de multinacionales controlan de forma casi absoluta el negocio de los alimentos que compramos en los supermercados, al tiempo que nuestras autoridades se preocupan de que nos llevemos el veneno a casas en bolsas de papel.

Algunos científicos han descubierto alimentos diseñados en los laboratorios de forma que crean adicción, que nos atrapan. Si no hay mucha conciencia respecto a la alimentación natural, si las rutinas laborales nos absorben, si nos dejamos atrapar por la publicidad, es fácil caer en esta comida basura.

Mientras nuestros políticos se desgañitan ahora para evitar el tabaco, con sesenta o setenta años de retraso, miran para otro lado ante estos datos alarmantes cuyos efectos son bastante visibles sobre todo en los países más industrializados. España, aunque con más lentitud, va por el mismo camino: primero el dinero, después la salud.