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Una vez le preguntaron a Keith Richards, el guitarrista de los Rolling Stones, si practicaba deporte. «¿Deporte? -respondió-. Tengo de sobra con llevar mi guitarra al cuello durante las dos horas de un concierto». Yo mismo tengo amigos que dicen correr maratones que a lo largo de la semana hacen muchos menos kilómetros que la cartera que cada día me trae a casa las facturas y los paquetes con libros. Que entre nosotros la figura del deportista está sobredimensionada es algo que vengo denunciando desde siempre.

A Vasili Alekséyev le admiraba hasta que vi al repartidor de butano de mi barrio subir a un segundo sin ascensor cargado con dos bombonas sobre los hombros. Desde entonces he defendido que los butaneros, en lugar de con mono, vayan a trabajar, si no con traje de halterófilo, sí al menos en chándal. En muchas ocasiones, a fin de cuentas, la diferencia entre un deportista y otro que pasa por no serlo es solo de estética.

Algo parecido me sucede también con el automovilismo, que, sin embargo, me ha despertado siempre sentimientos encontrados. Nunca he sabido qué hace un piloto de los que se alternan al volante de un prototipo durante las 24 horas de Le Mans que no haga un conductor de autobús de la EMT cualquier día de trabajo normal. Y, sin embargo, por mucho que digan que el automovilismo también es un deporte, yo nunca he sabido de nadie que tenga alto el colesterol al que su médico le haya recomendado conducir al menos media horita cada día.