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El sector más conservador del Consejo General del Poder Judicial, caducado hace años por la cerril oposición del PP a proceder a su renovación conforme al mandado constitucional, se ha puesto en pie contra la ley de amnistía impulsada por la izquierda y las fuerzas soberanistas periféricas, representantes de la más extensa mayoría de ciudadanos que recuerdan los siglos dentro del Estado español: más de doce millones de votos.

Los jueces conservadores del CGPJ hablan de «voladura del Estado de derecho». Se trata de un razonamiento de dudosa solidez que sólo se comprende por las presiones a los que se ven sometidos por parte del partido de Feijóo, que ahora ve cercana la investidura de Pedro Sánchez. Sólo desde esta perspectiva se puede ser comprensivo con estos magistrados. Porque las amnistías no destruyen nada, sino que construyen concordia. Donde hay amnistía hay voluntad de paz, de superación de conflictos y de mirar hacia el futuro.

Bien lo sabía Adolfo Suárez en 1977 cuando aprobó la ley de amnistía que superó el franquismo. De ella se beneficiaron muchos de los dos bandos. Convendría recordar que el Tribunal de Orden Público creado por Franco en 1963, justo después del fusilamiento del opositor Julián Grimau, y cuando Manuel Fraga era su ministro de Información, instruyó en menos de catorce años 22.660 expedientes contra demócratas, imputó a 9.000 y condenó a 3.890, que cumplieron en total 11.958 años de cárcel. Los delitos por los que fueron encarcelados eran tan ‘terribles’ como pertenecer a un partido o a un sindicato (asociación ilícita), u otros de parecida ‘consistencia’, como pudiera ser ‘propaganda ilegal’ o similares. Con la amnistía del 77 todos los miembros de aquel tribunal fueron tácitamente amnistiados. Fue positivo y noble conseguirlo. La recuperación de la democracia fue un hecho. Y se ganaron décadas de futuro.