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Nuestra vida cotidiana cada vez es peor. Un 55 % de los baleares tienen problemas de insomnio a causa del variadísimo pelaje de ruidos que envuelven nuestra martirizada existencia. Así lo demuestra un estudio realizado por el centro de audición Audal, compuesto por profesionales sensibilizados con el problema. Aportan datos escalofriantes. Un 48 % de los ciudadanos sufre estrés al tener los tímpanos castigados, y un 47 % padece dolores de cabeza. Vamos, que somos una sociedad enferma, probablemente la psíquicamente más destemplada y achacosa desde la mordedura de la manzana por parte de Adán hasta nuestros días.

Todo es estruendo. No sólo son coches y motos, sobre todo los conducidos por chavalería -y no tan jóvenes- que confunden el asfalto con un pasillo aeroespacial de la Guerra de las Galaxias y fuerzan sus motores a veces hasta límites de manicomio. Y también la telefonía móvil ha traído consigo un fenómeno alucinante: cada vez se chilla más por la calle. A menudo, del uso del teléfono celular a la histeria hay sólo medio paso.

La raíz del problema está en que no existe la cultura del silencio. Jamás se ha inculcado a la gente el valor de no armar estruendo. Comenzando por las escuelas. Respetando el trabajo impagable que desarrollan profesores y maestros, lo cierto es que basta acercarse al patio de un centro educativo para comprobarlo durante los recreos: la chiquillería no es que grite, es que aúlla como la selva en una película de Tarzán. Difícil misión es paliarlo porque se trata de un proceso educacional que tardaría generaciones en producir efectos importantes. Pero hay que afrontarlo y luchar, aunque sea padeciendo insomnio, migraña o depresión.

El ruido genera furia y la furia produce intolerancia. Trabajar por la cultura del silencio, inculcarla y protegerla, es salud pública. Ya tenemos a media sociedad mortificada por este problema, cada vez más serio y desatado.