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Hace tiempo, los hombres tomaban sus grandes decisiones sostenidos por la fuerza convincente de los argumentos. El filósofo griego Aristóteles enseñaba a desprender verdades nuevas (conclusiones) a partir de otras verdades (premisas) ya aceptadas por justificadas. Vencía quien argumentaba.

Pasaron años. En 1948, se firmó el texto de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. En su presentación hubo una anomalía sorpresiva. Un periodista preguntó a Jacques Maritain si él y sus compañeros redactores estaban seguros del acierto de la declaración y la respuesta del filósofo fue: «Yes…, on condition that no one asks us why» (Sí, estamos de acuerdo con los derechos, pero con la condición de que nadie nos pregunte por qué). Como si hubiera dicho, los derechos son buenos, pero no sabemos la razón. La declaración fue aprobada por hermosa, no por fundamentada.

En el tiempo actual, se puede legislar, decretar y juzgar con independencia de la verdad y la mentira. La victoria no depende del que sabe, sino del que relata, de si su relato embelesa o no y de si las redes sociales consiguen hacerlo viral o no. Todo muy parecido a un concurso de disfraces: no gana quien tiene el rostro más saludable, sino quien se superpone la máscara más fascinante. Ya no mandan los inteligentes, mandan los seductores. La política que un día fue razón y otro, arte, ahora es juego.