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Una de las cosas que más recuerdo de mi abuelo era que a él los hermanos Marx no le hacían ni puñetera gracia. «Y de los tres este es el que menos gracia me hace» -decía, un tanto airado, señalando con el dedo a Groucho cuando aparecía en la pantalla acompañado o no de Margaret Drummond. No se necesita conocer mucho a una persona, sin embargo, para estar enterado de que odia el fútbol, no tiene redes sociales, los chistes de Chiquito de la Calzada nunca le arrancaron ni siquiera una sonrisa, solo ve cine y series en versión original, prefiere los ensayos a las novelas y los documentales sobre naturaleza a los programas de entretenimiento, piensa en una lengua diferente a la mayoritaria o, sentado a la mesa a la hora de comer, es de los que empiezan pelando la fruta. Todos recordamos alguna conversación en la que alguien al que igual hasta ese momento no conocíamos se ha hecho el interesante describiéndose a sí mismo a las primeras de cambio con alguna de estas características. Que todavía haya quienes crean que el hacer énfasis en lo que los distingue refuerza su personalidad, cuando no los sitúa en una posición de superioridad intelectual, solo se entiende desde el cansino optimismo particularista de los que ignoran que lo que siempre acaba igualándonos a todos es que en el fondo a casi nadie nos suele importar una mierda lo que los demás hagan con su vida.