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Hace quince años medio mundo tembló por la crisis de las hipotecas basura que venía de Estados Unidos. Parece que se nos ha olvidado, pero fue un drama a escala mundial: millones de familias perdieron su casa y se quedaron con una deuda monstruosa para toda la vida. Los bancos trileros nos apretaron la soga al cuello lo suficiente como para sangrarnos hasta el último céntimo sin dejarnos morir, para poder volver a embarcarnos en alguna de sus trampas. No hubo entonces ninguna ayuda de ninguna clase para los perjudicados, pero sí para los ejecutores, a los que regalamos una cantidad inimaginable de dinero para que no quebraran y se llevaran al infierno lo que de nuestros ahorros quedaba en sus cuentas.

Quince años después, en medio de un verano infernal de calor y masificación –el turismo tiene que salvar la economía nacional–, todas las radios, televisiones, tertulias, periódicos y chismorreos de 47 millones de españoles giran en torno a la chorrada del beso del anormal ese tras una final deportiva que, de no haber llegado hasta ahí le habría interesado al tato y gracias. Nos aplastan con información sobre el calor –ya lo notamos solitos–, incendios en el Mediterráneo y hasta en Canadá, orcas que atacan a los pijos en sus veleros, el tonto de Puigdemont y los dimes y diretes de una investidura que, probablemente, nunca llegue a buen puerto. Todo es importantísimo, crucial, agónico. Pero en la realidad de la calle, aquí abajo, donde sudamos los de a pie, lo único de todas esas majaderías que nos afecta y nos interesa es que estamos pagando el doble de hipoteca que hace un año y algo tan simple como comer nos cuesta un cincuenta por ciento más. Venga, pan y circo, pero el pan a precio de petit choux.