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Dicen los que estudian el cambio climático que dentro de cien años –estaremos todos nosotros muertos, pero quizá nuestros nietos o sus hijos todavía anden por aquí– las principales ciudades de Europa tendrán el mismo clima que las que hoy se encuentran a mil kilómetros más al sur. Pienso en algún lugar remoto de Argelia y me echo a temblar. Si para mí –que soy del norte– el interminable verano mallorquín ya me parece el infierno, no quiero imaginar cómo será la Isla dentro de un siglo. Algo parecido a un horno crematorio, con un paisaje desolado por la sequía, con todavía menos verdor que ahora, vientos que arrastran polvo y una población menguante que intenta sobrevivir a la desolación. Porque en un entorno así el turismo seguramente se irá al carajo y eso provocará –si no hemos cambiado para entonces de fuente de riqueza– la ruina absoluta de casi todos. Estos mismos expertos aventuran que ni siquiera los países nórdicos serán un refugio seguro, porque la elevación del nivel del mar habrá hecho desaparecer buena parte de sus lugares hoy emblemáticos. Señalan el norte de Francia,Alemania oIrlanda como zonas a las que emigrar. Algo parecido vaticinan para Estados Unidos, donde la hoy todopoderosa costa este quedará anegada y las urbes que se asoman a los grandes lagos –Detroit, Cleveland, Milwaukee,Chicago– experimentarán un auge brutal por estar a salvo tanto de la desertización por el calor como de las mareas. Un panorama apocalíptico, que asociamos a películas distópicas, pero que, quizá, será el porvenir que nos espera. Casi me alegra que no podamos vivir hasta dentro de cien años, pero ¿qué clase de mundo infernal les dejamos a nuestros descendientes?