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Cuando sólo quede un catalanohablante sobre la faz de la tierra, y sea exhibido en los museos como único ejemplar en extinción, probablemente ya nadie recordará que un día fue un humano que, lejos de utilizar su lengua como medio de comunicación, lo que quería era acabar con la unidad de un país, adoctrinar al prójimo e imponer su voluntad sobre sus semejantes. Es una lástima, la verdad. No tanto que desaparezca una lengua –otras mucho más poderosas lo han hecho antes y otras lo harán en el futuro– como el hecho de que ya no haya nadie para salir a la calle con una camiseta verde y pancartas reivindicativas para intentar demostrar que sólo se trataba de una lengua y que ese humano –cuyo único pecado ha sido el de hablarla– no hacía ningún daño a nadie. Me lo imagino tristón, con barba de tres días, desaliñado y tal vez incluso hambriento, sobre una peana y junto a un cartel que ponga: «el último catalanohablante». Si algún turista se le acerca y le da una moneda, puede que él balbucee un molt agraït. Y, como si fuera un muñeco al que se le da cuerda, se ponga a disertar sobre su dura y poco agraciada existencia, siempre defendiéndose de los ataques de todo el mundo (pelotas de goma, gritos de «a por ellos», en fin, ya saben). Poco a poco, se irá fosilizando. Tal vez lo embalsamen y lo pongan en una vitrina. «Enemigo público», rezará una placa dorada. Será como aquellos vestigios que se conservan en el Museo Nacional de los Indios Americanos de Nueva York, también ejemplares humanos caracterizados por su maldad, como sabrán. Y, seguramente, aparecerá rodeado de fotografías en las que se puedan apreciar escenas de la vida pasada, escenas que vendrán a reforzar la idea de que lo mejor para todos era su desaparición.