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Es un déjà vu: algo que ya conocemos de otros momentos de cambios de gobierno. Lo vimos en 2011. El guion está ya escrito y se han empezado a dibujar algunos de sus renglones. Las promesas emitidas en campañas electorales, como por ejemplo la rebaja de impuestos, se empiezan a matizar ahora mismo; y se negarán, no lo duden, en pocas semanas. ¿Por qué? Por el relato que se ha construido y que ya se invocó en 2011: facturas en los cajones, agujeros presupuestarios, excesivo gasto, mala gestión, incremento de la deuda, etc. Soluciones; véanlas: queríamos bajar los impuestos y mantener los gastos; pero con lo que nos hemos encontrado, esto no va a ser posible porque, además, pueden haber contracciones de ingresos.

Es evidente que lo que se advirtió ante aquellas promesas celestiales, ancoradas en la archifallida curva de Laffer, es que no eran realistas. Pero esto solo sirvió para ridiculizar o ningunear a quienes argumentaban la imposibilidad de multiplicar panes y peces. Se presentaron estudios empíricos que demostraban que una bajada de impuestos no resultaría equilibradora para las cuentas públicas y que, además, comportaría la reducción del gasto público en áreas sensibles como la sanidad, la educación y los servicios sociales. Claro y raso: pérdidas en el Estado del bienestar.

Los ejemplos disponibles son más que evidentes y afectan no solo a economías internacionales, sino igualmente a las regionales en España, con investigaciones solventes desde el campo de la economía aplicada. Se han aportado y comentado en esta misma columna en otras ocasiones. Pero ahora, con el ascenso de las derechas al poder, las tornas cambian: también el discurso. Por ahora, esas promesas siguen sin concretarse, si bien hay matices: ya se pone una venda antes de la herida, pues se señala que, si los ingresos siguen creciendo, no habrá recortes.

El guion, sin embargo, obedece más bien a condicionantes ideológicos que técnicos: se aboga por gobiernos que, al menos sobre el papel y las soflamas, sean menos intervencionistas, menos activos; se defiende la mayor eficiencia de lo privado sobre lo público, por lo que iniciar procesos de privatización es presentado como una acción de racionalidad económica; se argumenta que debe encogerse el sector público para dar más juego al privado. Pero, sobre todo, se subraya que los impuestos deben bajarse, bajo la creencia –que es eso: una cuestión de fe– de que ese dinero «en los bolsillos» mejorará la vida de la gente.

Como decía, es inútil presentar evidencias sobre este tema, pruebas que demuestran la poca validez de tales supuestos. Desde 2011, con un partido conservador en el gobierno de Balears y en el de España, se adujo que lo prometido no se podía cumplir, porque se habían dejado las haciendas en quiebra. Una falacia que la propia Intervención General del Estado desdibujó.

De manera que, prepárense para la reedición del guion: la culpa es de los salientes, que no supieron gestionar. Por eso –dirán– cambiamos el relato. Todo a pesar de que los datos macroeconómicos que dejan los derrotados son reconocidos por instituciones internacionales como robustos y convincentes.