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Se llamaba Begoña Parga y era una gran artista. Fuimos amigas durante poco más de un año. Después ella decidió marcharse y ya no la volveré a ver nunca más. Habíamos compartido habitación en el hospital. No nos dolía nada, pero estábamos enfermas. Durante la semana de nuestro ingreso hablamos mucho –sobre todo yo, cosa rara– y prometimos vernos fuera, porque nos llevábamos muy bien. Allí, yo escribí un cuento de Navidad para el periódico y ella hizo muchos dibujos con un rotulador en los folios que uno de los enfermeros nos daba. Quedé tan asombrada… Su especialidad eran los árboles con caras. De personas, de animales, de seres extraños que te miraban con unos ojos grandes y expresivos. Nunca había visto nada igual. De dónde le saldrían aquellas formas, me preguntaba yo. Me regaló unos cuantos, y también a otros pacientes. Repartía aquellos dibujos con generosidad, y yo no sé si ella era consciente de su genio. A mí me pareció grandiosa. Cuando salió del hospital continuó pintando con la misma intensidad. También lo hacía en botellas vacías, sobre piedras recogidas en la playa, sobre cualquier objeto. Aunque no era feliz, cuando pintaba lo parecía. Nos volvimos a ver. Y cada vez yo le llevaba cuadernos y rotuladores. Begoña parecía muy seria, pero nos reíamos mucho. Me hubiese encantado ayudarla a dar a conocer su obra, pero no supe cómo. Lo único que podía hacer era regalársela a mis conocidos. Aquella mujer que parecía fuerte pero no lo era es un ejemplo deslumbrante de los artistas desconocidos, los que trabajan sin descanso y pasan por la vida como personas anónimas aun siendo muchísimo mejores que otros que sí han tenido suerte. De todas formas, Begoña sigue viva, aunque no lo sabe.