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Surfear por las redes sociales puede convertirse en un juego delirante en el que te topas con toda clase de personas con ideas difíciles de digerir. Una de esas fue una mujer que preguntaba a sus seguidores si hacer topless se podría considerar infidelidad. Sí, así. Tal cual. Supongo que la autora del delirio vive en algún país ultracatólico del hemisferio sur, porque en Europa un planteamiento como este es inconcebible. Que una mujer muestre la mitad de su cuerpo –o su cuerpo entero si se encuentra en un espacio nudista– nada tiene que ver con el sexo, con su vida sentimental o con la relación que mantiene con su pareja. El mar, la arena, el sol y la brisa no son más que ingredientes de la naturaleza y disfrutarlos es un auténtico gozo. Pero no un gozo sexual, sino sensorial.

Está claro que para muchas personas llegar a comprender este detalle es demasiado pedir. En un mundo en el que dominan los instintos más básicos, todo se reduce a las necesidades perentorias que compartimos con los gorrinos: comer, beber, defecar, fornicar. Millones de personas pasan así su existencia, completamente ajenos a cuestiones un pelín más sutiles. No hablemos ya de sensibilidad, belleza, arte o espiritualidad. Eso son palabras mayores, solo al alcance de seres humanos evolucionados. Por eso esa señora intentaba comprender cómo tomar el sol o darse un baño con el pecho descubierto –cosa que de forma totalmente asumida hacen los hombres desde siempre– puede aceptarse como algo distinto del sexo, de la fidelidad a la pareja, del deseo de provocar celos o apasionamientos en quienes te ven. Por desgracia, muchos de los que te ven son tan de nivel puerco que enseguida piensan en sexo al ver cualquier cuerpo.