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H ay márgenes para una política fiscal progresiva? Impuestos ¿para qué? Estas dos preguntas son las que se suelen cocer en las cocinas de los partidos políticos ante campañas electorales. Para unos, los más liberales y conservadores –calificaciones que suelen ir unidas– la idea esencial es reducir el papel del Estado y poner el dinero en manos de los individuos, un axioma que se enlaza con esto, con la decisión individual, con una libertad que se presume generalizada pero que, en realidad, afecta a menos gente. Además, se argumenta que incrementar los impuestos acabará por rebajar la recaudación y desincentivará las inversiones. Pero la realidad histórica no dice exactamente esto: la curva de Laffer no se cumple y, además, genera un aumento del déficit público.

En estas coordenadas, describir políticas progresistas desde el lado de la oferta no abunda en un factor substancial: la procedencia de los recursos públicos para hacerlas posibles. El enlace de tal aserto con lo que se ha expuesto más arriba supone pensar en una política fiscal que sea progresiva. E, igualmente, activar nuevas propuestas de fiscalidad ambiental, más acordes con los graves problemas de externalidades que existen hoy en día; a su vez, reivindicar los impuestos sobre el patrimonio y sobre sucesiones –este último, de gran capacidad recaudatoria– conforman sendas piezas que debieran ser consideradas. Al mismo tiempo, indicar que el potencial de la economía sólo se afecta a través de políticas de oferta supone una idea subyacente: la del funcionamiento perfecto de los mercados, en los que las rigideces y los efectos histéresis no juegan papel alguno. Como si los años de austeridad no hubiesen deprimido la demanda, con efectos duraderos y estructurales sobre la capacidad de crecimiento, incluso después de ser retiradas las medidas contractivas. En conclusión: una política fiscal activa y expansiva tiene la capacidad de aumentar el stock de capital y, por tanto, contribuye a mejorar la productividad y la tendencia del crecimiento.

La socialdemocracia no tiene porqué inventar la pólvora sorda, ni nuevos relatos que traten de enardecer a las masas. Sería suficiente con que recuperara sus viejos idearios de justicia, democracia y equidad. Cuando hoy en día se escriben reflexiones profundas sobre la crisis de la socialdemocracia y la pérdida de sus señas de identidad, es importante subrayar que la clave radica en ese pasado –el que conformó el estado del bienestar– más que en un futuro que no sabemos descifrar, porque es imposible. El desarrollo capitalista está comportando nuevos retos: las dislocaciones ecológicas, el envejecimiento de la sociedad, el incremento del paro juvenil, la mayor inserción de la mujer en los mercados de trabajo, la nanotecnología, la automatización productiva, elementos que dibujan los desafíos de la nueva revolución industrial. Aquí los hilados son nuevos, pero la acción de tejer debería recordar cómo se hizo antes: con qué premisas, con cuáles objetivos, sobre qué ideario. La socialdemocracia tiene experiencia histórica, aportaciones teóricas, ejemplos prácticos y recorridos identificables.