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De manera más o menos recurrente, surgen polémicas motivadas por el sentido del humor de algunos. Entonces, los ofendidos de turno –estos van variando, según el chiste– montan en cólera y ponen en marcha la pesada maquinaria de las represalias, del desprestigio. Musulmanes o católicos, españoles o inmigrantes, extremeños o vascos, gordos o flacos, lo mismo da. Hay que hundir al que se atrevió a hacer un chiste sobre algo tenido por sagrado, por intocable. Todos estamos en contra de las cazas de brujas hasta que nos tocan nuestro corazoncito o lo que consideramos parte de nuestra esencia o identidad. Entonces, somos los primeros en echar leña o gasolina a la hoguera instalada en el centro de la plaza. Podría resumirse del siguiente modo: podéis reíros de todo, sí, salvo de aquello que yo considero que no puede ser motivo de risa. Al final, nos parecemos a nuestros enemigos más de lo que estamos dispuestos a admitir.