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Se conmemoraba este miércoles el 92º aniversario de las elecciones municipales de 1931 que supusieron el advenimiento de la II República. Curiosamente, los comicios fueron ganados por los monárquicos, pero 41 de las capitales de provincia eligieron alcaldes republicanos. Con su huida al exilio, edulcorada como supuesto servicio al país, Alfonso XIII facilitaba el asalto al poder republicano y culminaba su calamitoso reinado, con la mácula de la dictadura militar instaurada en 1923.

No obstante, jamás se convocó un referéndum para determinar si los españoles deseaban vivir en un reino o en una república, reproche idéntico al que hoy, sin pudor alguno, esgrimen los podemitas para cuestionar la actual monarquía parlamentaria.

Además, el nuevo régimen vino precedido de sendos intentos fracasados de sublevación para su instauración por la fuerza de las armas, llevados a cabo por militares en Jaca y en el aeródromo de Cuatro Vientos, con la connivencia de políticos e intelectuales de distinto signo. Algunos de esos militares son hoy vituperados por haberse alzado contra el gobierno del Frente Popular en julio de 1936, pero en abril de 1931 eran considerados héroes de la causa republicana. Seguramente les suenen sus nombres. Uno de ellos, Ramón Franco, hermano del futuro dictador, llegó a ser diputado a Cortes por Esquerra Republicana de Catalunya, aunque murió en accidente de aviación durante la Guerra Civil sumado al bando nacional. El otro, el general Gonzalo Queipo de Llano, cuyos restos mortales fueron exhumados de la Catedral de Sevilla hace solo unos meses en aplicación de esta quimera revisionista denominada Ley de Memoria Democrática, era el director de la sublevación republicana.

Entre otros muchos militares que contribuyeron a traer la II República estarían los generales Miguel Cabanellas, Manuel Goded y el entonces director general de la Guardia Civil, José Sanjurjo. Todos ellos conformaron, solo cinco años después, con Francisco Franco y Emilio Mola, el núcleo duro del golpe de 1936.

Cómo una república nacida con el aliento de tantos militares e intelectuales reformistas acabó siendo abandonada por muchos de los segundos y depuesta a la fuerza por los primeros es la gran cuestión que la izquierda actual quiere ocultarnos o, no sé si peor, ignora por completo.

Las elecciones a Cortes constituyentes de 1931 fueron ganadas por el conjunto de las izquierdas, pero el partido mayoritario, el PSOE, contaba solo con 115 escaños. Con la Constitución aprobada en diciembre de 1931, se inauguró un período de anheladas reformas democráticas, pero que también supuso el germen de algunos de los problemas que determinaron el postrer fracaso del régimen. La descomunal arremetida anticatólica y las reformas en el estamento militar llevadas a cabo con escaso tacto por Manuel Azaña contribuyeron a generar un gran malestar en sectores clave de la sociedad.

El centroderecha arrasó en las elecciones generales de noviembre de 1933 –que estrenaban el voto femenino–, en las que la izquierda apenas sumó 100 escaños de 473, lo que espoleó a sus grupos radicales al permanente boicot, materializado en una revolución de Asturias que fue solo el preludio de la Guerra Civil. La República, o era revolucionaria y de izquierdas, o no sería.