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Hay personas que pasan por tu vida sin dejar huella. Durante un tiempo, aparecen en el mapa de tus afectos. Pueden ser amigos, compañeros de trabajo o amores. Después desaparecen: la vida te aleja de ellos porque cambian las circunstancias o los sentimientos. Quien ha sido ya no es. Quien ocupó un lugar queda borrado de tu memoria, quizás porque no valía la pena.

Nunca sabes si un amor es profundo hasta que habla el tiempo. Mientras vivimos en presente, demasiadas distracciones nos impiden calibrar el peso que alguien concreto tiene en nuestras vidas.
Las mariposas en el estómago y la impaciencia del principio son sensaciones fantásticas que no se deben confundir con los amores hondos que perduran para siempre, porque de ésos últimos hay muy pocos.

Las personas que tienen la suerte de vivir un amor eterno son muy afortunadas. No abundan en la viña del Señor.

Podemos encontrar amigos encantadores con quien compartir risas y confidencias. Puede que, en momentos duros, hallemos buena gente que nos ayude a curar heridas. Son personas que nos ayudan a avanzar a trompicones, pese a las reiteradas caídas, seres buenos que son ‘muletas’ que nos permiten avanzar pero que no van a quedarse más tiempo del necesario para curar un dolor o una pérdida.

Los sabios antiguos decían que nadie puede decir si ha tenido suerte en la vida hasta el final. Es en el último tramo cuando podemos volver atrás y calibrar si hemos tenido una existencia feliz. Una persona puede pasar años de prosperidad hasta que se arruina, o enferma, o pierde a quien más ama en el mundo. Todo se trastoca de repente. Es en la vejez cuando podemos juzgar el camino que recorrimos.

Lo mismo ocurre con los amores. Es el tiempo el que nos ofrece su radiografía: lo bueno y lo malo, lo que nos ha hecho felices o lo que no ha valido la pena. Entonces sabremos a ciencia cierta si hemos vivido un gran amor, o una historieta vulgar que no marca el alma ni el recuerdo.