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Hace décadas existía algo de enorme valor que llamábamos ‘tener clase’. Nadie sabe muy bien qué ingredientes obraban el milagro, pero desde luego la educación, la cultura y el saber estar eran imprescindibles. Tener mundo, también. Hoy parece que cualquiera que tenga pasta como para subir a un avión que le lleve a los confines del planeta ya tiene mundo. Y no. No consiste en eso. Haber estudiado o pasado por el colegio, incluso la universidad, tampoco te convierte en una persona educada ni culta. No necesariamente. La reflexión viene a colación del bochornoso último caso de corrupción política destapado en este país corrupto hasta la médula. El tipejo ese, diputado socialista, con sus repugnantes secuaces, representa el máximo exponente de la poca clase. Ninguna, en realidad.

Son tan bajos, tan de alcantarilla, que apañaban sus mierdas para conseguir un dinero que despilfarraban, ¿en qué? Naturalmente, en drogas y putas. Añadamos puros, alcohol, cenas opíparas, viajes para visitar famosos puticlubs y seguramente el palco de algún estadio de fútbol. Un clásico. Muy masculino, además. Imagino que hay muchas mujeres sin clase. Conozco a unas cuantas. Pero no logro fantasear con la idea de que sus corruptelas se destinen a la prostitución, las drogas y los instintos más básicos de los mamíferos: fornicar, comer, beber, cagar. No sé si las señoras –ahora que se acerca el 8 de marzo– estamos un pasito más evolucionadas que los hombres o es una simple cuestión de nuestro lugar en el patriarcado, pero cada vez que sale a la luz un nuevo caso de estos vuelvo a avergonzarme de la raza humana y, desde luego, me reafirmo en mi total oposición a que ninguno de estos obtenga jamás un voto mío.