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Todos sabemos, desde hace décadas, que el tabaco enferma y mata. Lo vemos, por desgracia, a menudo. Sin embargo, a pesar de todas las cruzadas que se han llevado a cabo para reducir su consumo, a diario alguien se engancha. Casi siempre, alguien muy joven. Seguramente detrás está la codicia gubernamental, que tiene en esa mierda una excelente comisión para llenar las arcas públicas. En España la venta de tabaco le reporta al Estado nueve mil millones de euros anuales. Un buen pico. De hecho, es el quinto mayor contribuyente del país. Luego, de cara a la galería, los políticos de turno lamentan el elevado coste para la sanidad que supone la adicción al cigarrillo. Supongo que habrán echado cuentas y aún salen a su favor, porque de otro modo no comprendo por qué se sigue vendiendo de forma legal algo igual de pernicioso que otras drogas que están prohibidísimas. En Nueva Zelanda han dado un paso al frente para atajar el tabaquismo: desde 2027 se prohibirá vender tabaco a los nacidos en 2009. Al año siguiente será un año más y así hasta que en 2050 solo queden tragando humo los viejos. Dice su ministra de Sanidad que «miles de personas vivirán vidas más largas y saludables» y que el sistema de salud se ahorrará tres mil millones de euros que ahora destina a tratar dolencias relacionadas con esa adicción. Lo que yo me pregunto es: ¿Han pensado que, si nadie muere víctima de los malos humos, habrá más personas mayores? Eso significa más pensiones y, de nuevo, más gasto sanitario y prestaciones sociales. En fin, la pescadilla que se muerde la cola. Nadie desea que la gente muera de cáncer, pero si eliminamos esa variable, la longevidad se convierte en otra clase de problema.