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El camino del odio es uno de los más estériles y peligrosos que existen. Quizás no lo sepamos. Quizás nos empeñamos en confundirlo con el de la justa venganza o la ley del talión, que responde a una irreprimible necesidad de ajustar cuentas. Veamos. No se puede negar que el ser humano, cuanto más débil más abierto está a la sed de venganza. Por el contrario, cuanto más seguro y fuerte, más inclinado a la clemencia y el olvido. Es algo que sucede en la vida familiar, a menudo plagada de desavenencias entre hermanos y parientes, que incluso permanecen a lo largo de siglos. Y sucede en la vida social, hasta entre colectivos religiosos, para asegurarse cuotas de poder o de influencia. Lamentable. Pero existe otro más dañino. Me refiero al odio colectivo, despertado entre quienes no piensan lo mismo, son diferentes y se enfrentan desde las plataformas de poder. Estamos ante el odio político, y más cuando aparece motivado por una guerra civil. En Estados Unidos tenemos su guerra entre el norte y el sur. En España, la Guerra de Sucesión, las guerras carlistas y la guerra del 36, hace ya casi cien años. No hay manera. Ni siquiera el paso del tiempo nos permite la generosidad de los unos con los otros.

Lo hemos vuelto a observar días pasados con el desdichado monumento a las víctimas del crucero Baleares instalado en sa Feixina. Personas generosas e inteligentes, como la alcaldesa socialista Aina Calvo, comprendieron que el monumento tenía su singularidad arquitectónica y que con fácil arreglo, o sea eliminando símbolos partidistas e ideológicos, podía convertirse en una expresión de concordia. Magnífica solución para quienes deseaban ser sembradores de paz social. Así se hizo. Sin embargo, los odios permanecieron, sobre todo entre los sectores extremos y más radicalizados, como es el caso de Més. Siempre existirán motivos de enfrentamiento. Unos vienen desde las Germanías. Así lo han demostrado con la conmemoración de su quinientos aniversario. Aquella exposición en el castillo de Bellver, yo diría que esperpéntica, mezcla de mal gusto con falta de rigor histórico, fue una de las más expresivas actuaciones de un ayuntamiento radicalizado, en las que se hizo visible el permanente odio de los vencidos respecto a los vencedores. Ya lo manifesté públicamente en declaraciones a este periódico: «Ni vencedores ni vencidos, ni malos ni buenos». Dudo que mi amigo el alcalde José Hila quisiese o pudiese hacerme caso. Més siempre puede más.

Menos mal que cuando el 11 de julio de 2015 se cumplieron trescientos años de la ocupación de Mallorca por los borbones de Felipe V nadie salió a la calle para recordarlo. Constituía el recuerdo de algo que para los unos, los botifleurs, resultaba gozoso. Y razón tenían. Pronto disfrutaríamos del comercio con América y de notables cambios culturales. Para los vencidos, los austracistas, odioso, puesto que perderíamos nuestras instituciones ancestrales.

Si observamos estos enfrentamientos ciudadanos, hayan transcurrido quinientos, trescientos o cien años, veremos que su eliminación depende, más que por la distancia, por el mayor o menor odio superado, y desde luego también por el oportunismo político que ofrezca la efeméride. Vayamos a lo que nos une, bien entre personas, familias, cuerpo social o países. Jamás nos arrepentiremos de haber enterrado a Caín y Abel.