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Nadie sabría ponerle fecha exacta al momento en que el mundo que conocíamos empezó a cambiar. Es una marea de lava sutil, pero imparable, que acabará por cubrirlo todo, derritiendo a su paso los cimientos de algunas de las certezas que teníamos. La sociedad occidental que considerábamos inamovible es en realidad la que conformaron los vencedores tras la IIGuerra Mundial, un mundo de prosperidad, paz y consumismo, con un horizonte deseable: elestado de bienestar. Pero hemos cambiado de siglo y los valores han sufrido también una revolución. Quizá persiguiendo ese bienestar que se nos ha prometido, ese reino de derechos –acompañado de poquitas obligaciones–, privilegios y confort, hay millones de personas en el mundo que reniegan del género con el que nacieron y se lanzan a la conquista de otro (o de ninguno). Y está bien, siempre que no procuren sufrimiento a nadie y, sobre todo, a sí mismos, porque ese es un camino largo y difícil, lleno de sacrificios y dolor. La sociedad deberá adaptarse a esta realidad nueva y lo hará, qué duda cabe, aunque no sin tropiezos. Acaba de ocurrir en Escocia. Se ha suspendido el traslado de presos trans a cárceles de mujeres. ¿Por qué? Hay dos casos polémicos: una mujer transgénero, Isla Bryson, condenada por la violación de dos mujeres antes de cambiar de sexo, cuando era Adam Graham; y Tiffany Scott, que acosó a una niña de trece años cuando aún era Andrew Burns. Las autoridades quieren estudiar bien el tema antes de tomar decisiones y es lógico. Es un mundo nuevo que precisa nuevas reglas de juego. Algunos lo contemplan con temor, otros con osadía. Como todos los cambios, hasta que se materializa genera terremotos.