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No hay ciudad en el mundo más hermosa que París, más homogénea, equilibrada y elegante. Y no por eso ha renunciado a contar con su propio barrio de rascacielos, magníficos ejemplos de la arquitectura contemporánea. No tuvieron que destruir nada, ni arrasar sus quartiers tradicionales, eligieron una zona rural y semiabandonada para crear algo nuevo y asombroso. Si realmente las autoridades baleares quisieran acabar con el problemón de la vivienda, harían eso mismo. En vez de arrasar pequeños edificios encantadores de Santa Catalina para construir en esos diminutos solares casas enanas a precio de órdago, pondrían su vista en cualquier terreno enorme en el extrarradio palmesano para levantar allí un barrio nuevo, grande, ajardinado, acogedor y con altas torres de apartamentos a buen precio.

No tardaría la zona en llenarse de familias jóvenes y, tras ellos, llegarían los locales de ocio, las guarderías, los comercios que añadirían vida y oportunidades nuevas. Bilbao transformó su centro urbano al desmantelar las obsoletas instalaciones industriales y colocar en su lugar e Guggenheim, al que ahora acompañan edificios y estructuras rutilantes, como el Palacio Euskalduna, la torre de César Pelli, el nuevo San Mamés, el puente de Calatrava, la Consejería de Sanidad, la renovada Alhóndiga o la Puerta Isozaki.

Elementos que son, de por sí, atractivo suficiente para visitar la ciudad. En Palma siempre han sido tacaños y temerosos. Lo más valiente que han hecho es el Palacio de Congresos y solo en clave de negocio. Quizá es hora de aterrizar en el siglo XXI y plantear soluciones creativas a los problemas urgentes. La gente quiere vivir aquí. Démosles lo que piden. Sin miedo.