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El 2023 empezó como se fue el 2022. Sin pena ni gloria. Al año que dejamos atrás no le dimos una patada como al 2020, porque en el 2021 aprendimos que todo es susceptible de empeorar, y en el 2022, que lo improbable es posible. Y sobre todo, que la normalidad es un lujo que se prodiga poco.
Así que más que pedir salud o prosperidad, creo que hemos entendido que más nos vale apreciar lo que tenemos y si acaso, desear la fuerza necesaria para afrontar y adaptarnos a cualquier situación, por rara que ahora nos parezca.

Los problemas que dejó el 2022, como la basura tras un botellón, siguen ahí. La buena noticia es que sus soluciones, también. Eso sí, en el 2023 –año electoral- tendremos la ocasión y la responsabilidad, de elegir entre quien sea capaz y esté dispuesto a aportar esas soluciones, o a quien desde la profunda pereza y la ideología, tenga como única prioridad mantenerse en su cargo.

Entre esos problemas se encuentra el del acceso a la vivienda, un derecho que se ha convertido en algo tan irreal para muchos, como un unicornio verde o un cerdo con alas.

En Baleares se necesitan 16’2 años del salario íntegro para poder pagar una vivienda. Estamos a la cabeza de las CCAA en lo que a «esfuerzo inmobiliario» se refiere. Por detrás de nosotros, Madrid y Cataluña, aunque con la mitad de años que en Baleares. Por no hablar de los cuatro de Murcia o La Rioja.

Por desgracia, no se trata de una situación que vaya a mejorar por sí sola. Pero lo que está claro es que la solución no puede venir del populismo ni de la demagogia, ni mucho menos de ignorar el cuadro completo al que nos enfrentamos.

Hablo de populismo porque si por algo se caracteriza este modo de hacer política, es por ofrecer respuestas excesivamente simples a problemas complejos. Y también, por apelar a los sentimientos y a las emociones del votante, en lugar de a su razón.

Cuando el vicepresidente podemita Pedro Yllanes propone, para solucionar el problema de la vivienda, prohibir que los extranjeros puedan adquirirla, cumple los dos requisitos del populismo.

Es obvio que por ejemplo, la compra de propiedades de lujo o la adquisición creciente de otras en determinados barrios por parte de –pongamos- ciudadanos de países nórdicos, eleva el precio del parque de viviendas restante.

Apelar al sentimiento de agravio ante unos compradores (extranjeros) con mayor poder adquisitivo que el nuestro, y darles la culpa de que nos sea más difícil acceder a una vivienda, es justo lo que hace un populista.

Pero también, ignorar el resto de factores que inciden en el problema. En el primero de ellos –por cierto-, alguna responsabilidad tiene el Gobierno del que forma parte, dado que ha sido en los últimos años en los que las Islas Baleares han dejado de ser la segunda comunidad más próspera de España, para pasar a ser la séptima.

También soslaya voluntariamente, cuestiones claves como el encarecimiento de las hipotecas, la elevada inflación, una cesta de la compra por encima de la del resto de España o una economía basada en el monocultivo turístico y por tanto, de empleo estacional cuando no precario.

De modo que a día de hoy, no es sólo es que se necesiten 16,2 años de sueldo íntegro para comprar una casa, sino que difícilmente alguien puede asegurar que tendrá estabilidad laboral durante todos esos años.

Y eso será así, tanto si los nórdicos compran propiedades en Baleares, como si dejan de hacerlo.
Por eso, alguien que no sea populista y a quien no le dé pereza pensar, en lugar de alentar el resquemor hacia el extranjero, se aplicará en intentar dar solución a todo lo demás.