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La ventaja de caminar sin auriculares es que una puede escuchar la ciudad. Fragmentos perdidos de parejas que se cruzan, de personas que hablan por teléfono, discusiones en la plaza. El otro día, apurando el último minuto para comprar un regalo, una pareja de chicos veinteañeros hablaban preocupados por su amiga: «Ha dicho que cambiará y ella se lo cree. Hasta que le vuelva a poner la mano encima». Unos chicos que deberían estar hablando de salir esa noche o de los exámenes que están por venir. Pero ahí tienen a su amiga, que les tiene en vilo, mientras ella le disculpa, que solo fue un arrebato, que él estaba enfadado. Era tal la sarta de tópicos, que parecía un telefilm de sobremesa. Pero es real.

Hay otras violencias escondidas, más sutiles. Ya no solo es el maltrato psicológico, del que ya nos han hablado mucho. Existe la violencia económica, aquella en la que la mujer queda a merced de las cuentas que lleva su pareja. Él gana más (sobre todo si ella ha sido madre y se queda con medias jornadas o trabajos de peor cualificación para atender a los niños) y tienen cuentas separadas. Eso sí, los gastos van a medias, así que en esta espiral inflacionaria, el sueldo pírrico de ella se esfuma en la primera semana del mes. Él, sin embargo, no ha sufrido ningún desajuste en su salario y vive como considera que le corresponde sin aportar ni un céntimo más al hogar. No tiene por qué rendirle cuentas a su pareja que, no lo entiende, no llega a final de mes. Él pone las propiedades a su nombre, o le escatima dinero para la manutención de los niños, o le dice: «Las cuentas las llevo yo, que tú no te enteras». Amiga mía, si ese es tu caso, huye.