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La mayoría de los matrimonios de nuestros padres –no digamos ya de los abuelos– cumplieron las bodas de oro. Medio siglo juntos, atravesando de la mano cuantas tormentas te pone la vida por delante. Desgracias familiares, quiebras económicas, enfermedades, dolor, pérdidas. Las parejas de entonces remaban en la misma dirección, con sus más y sus menos, y sorteaban los obstáculos casi con un único objetivo: seguir unidos. No se planteaban –creo– esa meta unidireccional que hoy lo domina todo: ser feliz. De hecho, me da la sensación de que el concepto de felicidad prácticamente no existía. Es más bien una invención del universo Disney o algo parecido. Lo que se hacía era seguir adelante, persistir, sobrevivir. El viejo leit motiv de la humanidad (y de todo bicho viviente). Hoy el tiempo de duración media de un matrimonio en España está en 16 años, pero no solo en eso han cambiado las cosas, puesto que cada vez es menos la gente que decide casarse. De 300.000 bodas en 1975 a 90.000 hoy. Contemos, además, que la población española ha crecido notablemente en ese período. Todos hemos asistido a bodas preciosas, preparadas con mimo durante meses, a la exultante felicidad, juventud y belleza de la pareja. La mayoría, tras años de noviazgo, ya no se lleva eso de enamorarse a primera vista y dar el gran paso enseguida. Ahora las cosas se piensan bien, se planifican: cuándo la boda, la luna de miel, los hijos. Solo falta establecer el momento del divorcio. Es fácil preverlo: en el instante en que la felicidad se apaga. Esa quimera a la que se aferran generaciones de personas, alentada por libros de autoayuda y películas con final feliz. Solo que en todos ellos el final feliz es la boda. Lo difícil viene después.