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T res de cada cuatro españoles actuales no pudieron votar la Constitución porque no tenían la edad reglamentaria, no habían nacido o aún no se habían instalado en nuestro país porque son extranjeros. Así lo explica la prensa, seguramente con la torticera idea de que habría que someterla de nuevo a votación, porque ya no nos representa. ¿Qué dirán los norteamericanos, que la tienen desde 1789? Entonces, más de la mitad de su actual territorio pertenecía a España, Alaska era rusa y los Estados Unidos apenas representaban una franja territorial en la costa este. Sin embargo, la enarbolan con orgullo, no en vano es una de las primeras del mundo y se pone como ejemplo en todas las universidades. Pese a ello, pongamos que sí, que sería conveniente adaptar la más elevada de las leyes a la voluntad popular de la España actual, un país que se ha transformado en muchos ámbitos desde 1978. Me temo que sería un esfuerzo y un gasto inútiles. Porque la mayoría de los españoles preferirían morir antes que leerse las aburridísimas doscientas páginas del documento. Muchos ni siquiera las comprenderían, pues está redactada en lenguaje jurídico. Así que ¿cómo podríamos los españoles de hoy posicionarnos sobre este asunto? A través de las arengas de los políticos, que intentarían barrer para casa. Es decir, nos dejaríamos guiar por el márketing, exactamente igual que ocurrió en 1978. En el fondo da igual qué diga la Carta Magna, todas son parecidas. La mayor parte de sus artículos no son más que desiderata. Podrían cambiarla en cuestiones que afecten a la Familia Real o a la unidad territorial, que son viejas reivindicaciones. El resultado final no diferiría gran cosa. Seguiríamos siendo un país adicto al conflicto, envidioso e ignorante.