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El término ‘liberal’ posee un contenido y un arraigo histórico muy importante. Tiene una raíz latina pero su significado actual fue acuñado en nuestro país al principio del siglo XIX. Los ‘liberales’ como Muñoz Torrero, Luján y Argüelles eran los partidarios de la Constitución de Cádiz de 1812 y pretendían acabar con el antiguo régimen, limitar el poder de la monarquía y terminar con el control del pensamiento por la Iglesia. Dicho en pocas palabras, intentaron traer a España las ideas políticas de la Ilustración europea (Montesquieu, Locke, Sieyès).

Si me preguntan que es ‘ser liberal’ tengo que contestar que yo lo entiendo como una forma de vida. ¿Y eso qué quiere decir? Pues que ser liberal no es sólo una cuestión de ideología o de política o de votar a un determinado partido. Es mucho más; consiste también en ser buen ciudadano.

Ser liberal tiene dos dimensiones. En primer lugar, un plano personal que comprende una actitud y una conducta ética y social. En segundo lugar, un compromiso con una doctrina que intenta maximizar la libertad y la igualdad en la sociedad: El liberalismo democrático.

Pero voy a centrarme en ese plano más personal y cercano a los ciudadanos. Porque el liberalismo no es simple ni fundamentalmente una teoría económica. Ser liberal es una actitud, una predisposición y una manera de comportarnos de forma ética dentro de nuestra comunidad. Una persona liberal se gobierna a sí misma según su conciencia respetando el modo de vida de sus conciudadanos. Vivir y dejar vivir. Ello es lo que nos permite convivir de forma razonable.

Para mí ser liberal va mucho más allá del liberalismo económico. Ser liberal es vivir con una actitud de respeto y tolerancia en la diversidad de nuestra sociedad, siempre bajo los límites del Estado de derecho.

Como escribió en 1946 Gregorio Marañón en el prólogo de su libro Ensayos liberales «ser liberal es, precisamente, estas dos cosas: primero, estar dispuesto a entenderse con el que piensa de otro modo; y segundo, no admitir jamás que el fin justifica los medios, sino que, por el contrario, son los medios los que deben justificar el fin. El liberalismo, es, pues una conducta y por lo tanto mucho más que una política determinada. Y, como tal conducta, no requiere profesiones de fe sino ejercerla, de un modo natural, sin exhibirla ni ostentarla».

Más recientemente, a finales del siglo XX Karl Popper comparó al ciudadano liberal con aquel que hace un buen uso de su razón. Concretamente señaló: «Un racionalista es una persona que da más valor a aprender que a llevar razón, quiere aprender de otros. No cree que esté en posesión exclusiva de la verdad. El buen racionalista no impone sus ideas, quiere convencer con argumentos y provocar la formación de opiniones libres».

Ambos eran científicos de formación e ilustres liberales. No obstante, como agudos observadores que eran, creo sinceramente que no estarían cómodos con la situación que vivimos hoy día. Nos dicen lo que tenemos que pensar, nos dicen lo que tenemos que decir y nos dicen lo que tenemos que hacer. Aquí viene lo peligroso porque no hay nada más liberticida que el dogmatismo.

El liberalismo, como actitud y como doctrina, ocupa el espacio de centro político. Ese capaz de tender puentes poniendo en el centro a las personas y el interés general.

Ser liberal también es hoy día ser inconformista y rebelde ante la crisis que estamos viviendo. La actitud y conducta liberal que he descrito más arriba es un legado irrenunciable y es igualmente la base para actuar en nuestro presente. Los liberales no vamos a dejar de ser firmes en nuestra propuesta de unas reformas que se evidencian como imprescindibles. Defendemos reforzar el Estado del bienestar pero garantizando el bienestar del Estado con la racionalización y eficiencia del gasto público. Pero sabemos que necesitamos cambios en el sistema, más seguridad jurídica e igualdad de oportunidades, una más nítida división de poderes, una verdadera independencia judicial y neutralidad de las instituciones civiles, más transparencia, ejemplaridad pública y reflexión sobre los verdaderos problemas de la calle. Por contra, queremos menos paternalismo estatal, menos obsesión identitaria, menos cancelación, menos sectarismo y polarización social. Los liberales no podemos permanecer pasivos ante el panorama de incertidumbre que tenemos.

En definitiva, la actitud liberal constituye la mejor respuesta para hacer frente a los retos y a los problemas que se presentan en nuestra sociedad. El liberal hace del pensamiento crítico su laboratorio de ideas para cuestionar el statu quo y reformar y mejorar la sociedad. Nuestro presente exige cambios importantes, reformas valientes y una nueva visión que no nos cansaremos de explicar. Con esa base podemos afianzar e impulsar nuestro proyecto liberal por el que vale la pena luchar.