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Hace unos días, al leer la crónica de la exhumación de los restos de Queipo de Llano, conocido en su siglo como La Bestia, el mismo que dijo aquello de darle café, mucho café, cuando mandó ejecutar a Lorca, hubo un detalle que me resultó de justicia poética: en el silencio de la noche, tan silenciosa como una de las madrugás de la Semana Santa sevillana, sólo se oían los martillos neumáticos rompiendo el mármol del suelo de la basílica de la Macarena y el ruido del camión de la basura, como si estuviese allí esperando los restos para hacer compost con ellos. Aquel mal hombre llevaba 45.000 muescas en su revólver, sin contar los muertos, que fueron miles, provocados en la famosa desbandá de Málaga, donde dispararon a los republicanos con la misma alegría con la que Búfalo Bill cazaba bisontes para regocijo de los turistas que le acompañaban en sus viajes por el salvaje medio Oeste. ¡Qué trabajito ha costado sacarlo de su mausoleo!

En el extremo opuesto, hace cosa de dos meses desenterraron, al fin, los restos de uno de mis tíos abuelos, fusilado, dos veces, cuando contaba apenas veintiocho años. Toda mi vida vi cómo mi abuela arrastraba el dolor de no saber dónde estaba enterrado su hermano, y con esa congoja murió.
Para la Caverna, PP y aledaños, lo mejor es dejar a los muertos descansar en paz. Hace poco, un Feijóo envalentonado ante su parroquia juraba derogar las leyes de Memoria Histórica, Educación, Aborto y Trans en cuanto gane las elecciones. Hay cosas que no cambian.