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El otro día jugué mi primer partido internacional de fútbol. A mis 43 años parece que arranca mi carrera futbolística porque vestí nada menos que la camiseta oficial de España en un encuentro contra Alemania en Frankfurt. Público, equipaciones de la Federación y vestuario con jacuzzi. Posiblemente, el partido más importante de mi vida y a los diez minutos ya perdíamos 3-0. Jugaba de central y me sentía responsable. Allí, mientras niños alemanes me gritaban desde la banda «España es una mierda», repasé en qué momento entregué mi vida a este deporte.

En realidad, comencé tarde. A los 9 años, todos los que querían ser futbolistas entrenaban ya con un equipo, mientras yo me dedicaba a leer cómics. En un recreo, después de un partido, un amigo me propuso apuntarme a la escuela de fútbol ‘La Estrella’ que había en mi colegio. Yo me veía muy mayor ya pero le hice caso. Con 10 años me pusieron en el peor equipo de los cinco que había en La Salle. Mis compañeros tenían un año menos y éramos conocidos por las continuas derrotas. El entrenador no me quería ver ni en pintura. Me dejaba siempre de reserva y algunos entrenos me obligaba a correr en solitario toda la hora. Así me pasé el año, sufriendo la humillación de sentarme en el banquillo para ver jugar a menores que yo.

Todo cambió el día que echaron en la tele Teen Wolf. Esta película que protagoniza Michael J. Fox transformó realmente mi vida. Aunque trata de un equipo de baloncesto, visionarla un viernes por la noche, víspera de partido, fue una motivación infinita. Apenas dormí por el deseo de jugar al día siguiente. A las nueve de la mañana comenzó el partido. Jugábamos en casa y nuestro entrenador no era el de siempre, sino un sustituto que me apreciaba algo más. Me puso de titular y jugué como un loco. Una mezcla de Raúl, Puyol y Muriqi hasta arriba de anfetaminas. El entrenador llegó a pedir tiempo muerto ‘solo’ para que yo descansara. Los demás me miraban extrañados: «Qué coño ha desayunado este hoy».

Yo no lo sabía, pero aquel día se alinearon los astros. El entrenador del primer equipo del colegio estaba en la grada y se acercó a mí el lunes en el patio: «Menudo partidazo el sábado». A final de curso colgaron la lista de los elegidos para las cinco plantillas y pasé de una punta a la otra: de reserva en el peor equipo a titular en el mejor. Mi año de 7º de EGB fue una inmensa locura. Ganamos todas las competiciones y hasta metí un gol de cabeza en la final del Campeonato de Baleares con gradas abarrotadas, fotógrafos y trofeos de la Federación. Aquel fue el día más feliz de toda mi infancia.

Todo aquello mejoró mis relaciones sociales en el colegio, pero mejor no entrar en eso. Jugué varios años hasta que me encontré en un vestuario rodeado de hombres que me sacaban una cabeza y peinaban pelos en el pecho. Yo era muy bajito y flojo para ser defensa, así que el entrenador me dijo que ni me cambiara para el partido, que no iba a jugar. Rompí a llorar delante de todos. Fue el peor día de mi estrenada adolescencia.

Desde entonces no he dejado de jugar como aficionado. Algunas pachangas entre amigos me han llegado a dar más placer que el sexo, pero mejor tampoco entrar en eso. Por ello, cuando el periodista Nacho Carretero me convocó en la selección española de escritores, me regaló uno de los mejores sueños. En Frankfurt quedamos 3-1, salvamos la dignidad, y volví a sentirme como aquel día de Teen Wolf. En mayo jugaremos la revancha en Madrid. También nos han retado los escritores ingleses. Lo mejor está por llegar.