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Publicaba Ultima Hora una ilustrativa tribuna del alcalde José Hila titulada La Palma polièdrica, uno de esos artículos con que los políticos nos castigan al final de cada legislatura con un evitable ejercicio de autobombo. Fiel a su estilo personal, Hila se explayaba en conceptos hueros, de esos que tanto gustan a la izquierda actual y que no significan absolutamente nada, pero que sirven para acuñar doctrina y consignas.

Hablar de la Palma de la tolerancia, de la igualdad entre hombres y mujeres, de la educación, de los niños, o de las plazas y las calles, en lugar de enumerar los inexistentes hitos de su gestión, pone de manifiesto que el alcalde vive en otro mundo, que orbita a miles de kilómetros de la incómoda realidad de una capital que ha perdido, con justicia, muchos puestos en el escalafón de aquellas en las que mejor se vive. Esta misma semana, incluso, el primer edil sacaba pecho de la limpieza de la ciudad, nada menos.

Y si el alcalde levita, lo menos que podemos hacer por su propio bien es tratar de atraerlo de nuevo a la realidad y devolverlo al planeta Tierra.

Porque Palma, tras dos legislaturas de Pacte, es hoy una ciudad mucho más incómoda, con una movilidad caótica y arbitraria que deja aislados a quienes viven en su casco histórico. Una ciudad abandonada por su ayuntamiento, con decenas de cadáveres urbanísticos y asentamientos de chabolas a la vista, y con un pequeño comercio que agoniza. En la que los problemas corrientes de los ciudadanos no se resuelven jamás, en la que las licencias de obras se eternizan, en la que las notificaciones oficiales acaban en torrentes y solares, en la que la policía local no puede acudir a la llamada cuando se la precisa porque carece de efectivos o de medios; una ciudad pintarrajeada en cada palmo de pared pública o privada ante la pasividad absoluta de la autoridad; una ciudad insegura en la que proliferan los delitos violentos contra residentes y turistas. Una ciudad que vive totalmente de espaldas a los pequeños pueblos de su término municipal, y que ignora la degradación de su entorno rural, atestado de casas en ruinas, okupadas o convertidas en vertederos; la urbe en la que los okupas, esos sí, tienen todos los derechos, mientras los honestos ciudadanos tienen que tragar sapos y culebras ante tanta indolencia municipal.

Palma ni siquiera puede presumir de gestión cultural, sostenida hoy por la iniciativa privada. Solo la meteorología evitó este año el esperpento de unos conciertos de Sant Sebastià pensados únicamente para regar con dinero a artistas –es un decir– afines al Pacte.

La ciudad de la igualdad que se vio obligada a suspender in extremis un evento LGTBI por el escándalo mayúsculo que acompañó a su contratación y que tan solo acarreó la dimisión de Sonia Vivas, como si Hila careciera de responsabilidad en aquellas áreas que no gestiona su partido. Palma es poliédrica, quién lo duda, pero para gobernarla hace falta algo más que frases cursis y precocinadas para consumo de adeptos.

Por cierto, ahora que, tras años de ignominia, se está vaciando al fin el vertedero ilegal de Son Güells, convendría que Cort vigile las fincas que hay en el Camí de sa Síquia, junto al aeropuerto, porque me temo que solo se ha trasladado el negocio.