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En tiempos de crisis, necesitamos personas que sumen y no resten. Aquí, en nuestra Europa son muchos los que restan, pero solo cuando sumamos, resolvemos los problemas o los hacemos más soportables. Hay algunos hombres y mujeres que son especialistas en sumar, en integrar, en no mirar el dinero que se tiene, la nacionalidad, el color de la piel, la raza o las creencias. Este domingo hemos celebrado el Domund y los más mayores nos hemos acordado de aquellas jornadas en las que pedíamos una hucha y nos íbamos a pedir «para las misiones». Los problemas siguen, las colectas siguen en las iglesias pero, sobre todo, los que siguen son los misioneros. En los lugares más pobres, más conflictivos, más olvidados. Ellos nunca fallan. La Iglesia está presente en más países que la FIFA, que ya es decir. Sacerdotes, religiosos y religiosas, hombres y mujeres laicos de Iglesia están en los caladeros de la esclavitud, en los lugares donde la vida no vale nada, en los países donde el ébola o el sida todavía siguen matando y no hay vacunas o medicinas para ellos, donde el agua es un bien más preciado que el oro, donde la guerra ha hecho que los más débiles estén constantemente bajo la amenaza de los fuertes, donde la enseñanza, que es lo único que les puede sacar de la miseria, es un artículo de lujo. Decía Teresa de Calcuta que «el pan de los misioneros es el pan de los pobres y el pan de los pobres es el pan de los misioneros». Ellos no tienen nada, ni siquiera los medios mínimos, pero conjugan verbos que nosotros hemos olvidado: escuchar, aprender, ayudar, sumar, servir, compartir, arriesgarse, amar. Hay 10.000 misioneros españoles por el mundo, pero falta relevo para los más mayores, que ya son mayoría. Lo han abandonado todo para servir a los demás, En todos esos lugares, la Iglesia es la última casa de misericordia y de solidaridad. No son tiempos de volver a las huchas con «el indio, el negrito o el chino» de aquella infancia, pero hay que seguir ayudando a estos hombres y mujeres ejemplares.