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L os demógrafos deben estar ahora mismo volviéndose locos al analizar los datos que pronostican que en quince años –pasan volando– Balears tendrá trescientos mil habitantes más, un crecimiento del 25 por ciento. En mi opinión –y creo que la mayoría coincidirá conmigo– será el infierno. A menudo se idealiza la Mallorca rural de décadas pasadas, donde el paisaje era idílico, había poca gente y toda era pata negra. No comparto demasiado esa visión naïf de una realidad que obligaba a miles de personas a emigrar, sobre todo a América Latina, para poder sobrevivir. No eran tiempos fáciles, no solo en lo económico, también estaban plagados de desigualdad, injusticia e ignorancia. Cualquier tiempo pasado fue peor, sin duda. Pero eso no quita que haya fenómenos que, claramente, empeoran la calidad de vida de todos.La superpoblación es uno de ellos, el exceso de ruido, movimiento, suciedad, agitación... todo eso dinamita la proverbial tranquilidad que ha sido siempre el maná de esta isla. Dicen que ese aluvión de inmigrantes precisará veinte mil viviendas, no quiero imaginar cuánto habrá que ampliar carreteras, hospitales, supermercados y grandes superficies, colegios. Un horror. ¿Qué ocurre? Que todo eso solamente tiene una clave: el empleo, la generación de riqueza. Nadie emigra a lugares donde nunca tendrías una oportunidad. Si toda esa gente del futuro desea instalarse aquí es porque el gran negocio turístico le dará trabajo, un salario, estabilidad, seguridad. Lo que queremos todos. Sin embargo, llegada esa situación, me temo que muchos de nosotros, que hemos disfrutado de la Isla mientras todavía era respirable, lo que desearemos es hacer las maletas, llenar el camión de la mudanza y huir.