En mi última novela, Todos los nombres de Helena, recreo la Guerra de Troya. Aquella Guerra que forma parte de nuestras referencias culturales más lejanas y sólidas. Los príncipes griegos se unen para ayudar a Menelao, rey de Esparta. París, hijo del rey de Troya, ha infringido las normas de hospitalidad más elementales, profundamente apreciadas por los griegos. Siendo huésped de Esparta, se enamora de Helena, la reina, y huye con ella hacia Troya. Las leyendas nos hablan del amor inmediato, impetuoso e irremediable que une a la pareja de amantes al conocerse (Afrodita así lo ha dispuesto). El imaginario colectivo querría creer que una guerra puede nacer por motivos diferentes a la ambición humana, al afán de poder, a la codicia. Por eso se inventa una mentira hermosa: la belleza tiene también la capacidad de remover los deseos y las almas de un pueblo. Aunque esa belleza sea representada por Helena, una mujer, en un sentido abstracto nos trasladaría a la capacidad humana de desear poseer la belleza del arte, la ciencia, o la vida.
Armas distintas, dolores iguales
Palma10/10/22 3:59
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