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En mi última novela, Todos los nombres de Helena, recreo la Guerra de Troya. Aquella Guerra que forma parte de nuestras referencias culturales más lejanas y sólidas. Los príncipes griegos se unen para ayudar a Menelao, rey de Esparta. París, hijo del rey de Troya, ha infringido las normas de hospitalidad más elementales, profundamente apreciadas por los griegos. Siendo huésped de Esparta, se enamora de Helena, la reina, y huye con ella hacia Troya. Las leyendas nos hablan del amor inmediato, impetuoso e irremediable que une a la pareja de amantes al conocerse (Afrodita así lo ha dispuesto). El imaginario colectivo querría creer que una guerra puede nacer por motivos diferentes a la ambición humana, al afán de poder, a la codicia. Por eso se inventa una mentira hermosa: la belleza tiene también la capacidad de remover los deseos y las almas de un pueblo. Aunque esa belleza sea representada por Helena, una mujer, en un sentido abstracto nos trasladaría a la capacidad humana de desear poseer la belleza del arte, la ciencia, o la vida.

Sin embargo no deja de ser una mentira consoladora, destinada a mantener nuestra fe en el ser humano. Los humanos no persiguen la belleza, aunque el gran poeta napolitano Erri de Luca, lo escriba en sus versos, sino el poder, la riqueza o la fuerza.

Ha pasado mucho tiempo desde Homero y sus héroes, y no hemos cambiado nada. Continuamos rodeados de muerte, dolor, y guerra.

Releer La Ilíada hoy es una experiencia magnífica. Ese libro sobre una guerra antigua es vigente aún. Las guerras ponen a los seres humanos al límite. Sacan a la luz las miserias más rastreras y las grandezas inesperadas. Temas como la defensa de la tierra que nos vio nacer, el temor a la pérdida, el dolor que provoca la muerte de quienes amamos, el amor por los nuestros… siguen siendo reales a través de los siglos.

Cuando evocamos la furia de Troya, podemos pensar en la furia de los rusos que bombardean Ucrania. Si sentimos la desesperación troyana ante su ciudad destruida, quemada, hecha cenizas, sentiremos el dolor de los ucranianos.

Pasan los siglos y repetimos patrones, actitudes. Experimentamos sentimientos muy similares, nos hieren con idéntico efecto armas muy distintas. No resulta esperanzador constatarlo.