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Si analizamos un callejero conoceremos la seriedad con la que las ciudades se toman su propia historia. En Palma, por ejemplo, es difícil de entender que Jaime III tenga una calle tan principal. Este rey imprudente perdió el reino en Llucmajor sin que su ejército entrara siquiera en combate. Pues ahí está, con una céntrica avenida, mientras que su tío, el buen rey Sancho, que supo navegar por aquellas turbulentas aguas del siglo XIV, luce una calle en el Ensanche. Por allí también pretenden enviar a Félix Pons, el mallorquín que ha llegado más alto en la política española después de Antoni Maura. Tampoco estaría de más preguntarse qué pensaban nuestros próceres del siglo XIX que destruyeron las murallas y la histórica Porta Pintada cuando plantaron la estatua de Jaime I en mitad de una plaza que llamaron de España, país que no existía en el siglo XIII. El anacronismo tenía múltiples soluciones que no desmerecían ni a España ni al Conquistador. La falta de criterio es un suma y sigue. Una calle despoblada de Son Anglada lleva el nombre de Tarragona, ciudad en la que Mallorca tiene una vía céntrica. Lo mismo sucede con Salou, aquí en s’Indioteria. Podríamos recordar que fue en esos puertos de donde salió la flota principal de Jaime I en 1229. Países y ciudades latinoamericanas dan nombre a calles y avenidas en el Llevant, cuando la relación de Palma con algunos de esos sitios es menor que con Argel o Marsella, inexistentes en nuestro recuerdo urbano. La traca mayor se la lleva la larga, amplia y transitada calle Samil en s’Arenal, que está dedicada a una magnífica playa de Vigo. Pero, ¿qué perdimos nosotros allí?