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Carlos Alcaraz ganó el Open USA y se colocó como número 1 del tenis mundial el domingo. Tras el partido se comprometió a seguir siendo «el mismo chico de siempre» ante los micrófonos y ahí se le notaron los 19 años de edad. A esas alturas no le ha dado tiempo a uno siquiera a ser el de siempre más de quince días seguidos. De hecho es complicado que uno sea lo mismo un lunes por la mañana que un viernes por la noche, como para comprometerse a conservar la misma identidad a medio y largo plazo. Por supuesto que el tenista aludía a todo aquello que le ha llevado a la cima con una velocidad abracadabrante. El talento no se esfuma y la capacidad de trabajo tampoco. Ahora, tocar el número uno algo deber de cambiar a cualquiera. El mismo, mismito chico de siempre tampoco será. Y seguramente no lo pueda ser para repetir el mismo éxito. Lo de ser inmutable tiene un prestigio desmedido. Hay una exigencia de coherencia en cada actuación y casi en cada campo. Se pilla a cualquier persona con cierta exposición pública y se revisa su historial: cualquier cosa que haya dicho o hecho para hundirle por cambiar. No hace falta modificar el ser. Sin salir de lo deportivo: en julio, el Zaragoza fichó a un portero de 25 años, Gaizka Campos. Cuando tenía 16 hizo un comentario en contra del equipo que le acababa de fichar. El paso del tiempo no permite un cambio de opinión:al descubrir la incoherencia, se abortó el fichaje. Lo de ser el mismo de siempre es un valor que ha quedado establecido como algo superior al de tener capacidad para evolucionar y cambiar. Seres invariables, ni aunque sea para mejorar.